Escribo esto
el segundo día de septiembre, cuando un viento frío parece haber borrado de los
cuerpos y de la imaginación el regusto del verano. El verano.
Hay meses de
verano que sabes que no serán como otros. Lo intuyes. Lo sientes en la piel.
Raros, hacen que anheles la despreocupación y el calor de otros. Veranos.
Estos días
han estado jalonados por la actualidad más plomiza y desesperante de los últimos
tiempos: primas de riesgo, rescates varios, préstamos, más impuestos para los
de siempre, intereses suicidas, peticiones imposibles de cumplir, paro, paro y
más paro. La paralización del mundo y de las gentes.
Por si esto
fuera poco, nos hemos quemado, lo seguimos haciendo ahora mismo. Nos han hecho
arder, así, literal. Bosques del norte, del sur, del centro. Las islas. Nada
parece sustraerse a la destrucción. El ánimo no levanta el vuelo.
Vaya verano.
Extraño, como una cama fría de hotel. (Esta cuenta me está quedando
descompensada. El haber apenas muestra apuntes).
En una playa
pétrea, una niña morena se adorna el ombligo (pequeño, descarado) con una
piedra blanca, redonda, casi como una chocolatina. Luego, mueve el cuerpecillo
a un lado y a otro, al ritmo de los vendedores vocingleros y las conversaciones
de chiringuito. Me sorprende mirándola. Le guiño un ojo. Se ríe.
Sobre la
playa (que en su tiempo fue cuidada y hermosa por mor de la serie veraniega y que ahora muestra desconchones, restos de
basura y peligro de derrumbe) en el mirador, están los desheredados. Los que
viven en la calle, los que duermen en los bancos, los que dan de comer a los
gatos aún a riesgo de incumplir la ordenanza (qué importa, jamás podrán pagar).
Ahí están, sobrevolando la caleta, las piedras blancas que brillan como joyas,
los chiringuitos con ínfulas (ya me entienden, sofás de salón tapados con
colchas de algodón sobre tarimas de madera, así, sobre la arena) y los de toda
la vida, los que hacen la paella in situ, en la plancha gigantesca, entre las
piedras, el polvo, el personal y los clientes. Qué pensarán. Los del mirador.
Cerca de las tumbonas que se alquilan de sol a sol hay niños rubios que parecen
ángeles sin alas y niños morenos que parecen ángeles caídos, pillastres
adorables que corretean, imaginando la próxima trastada. ¿Qué ángel se habrá
desentendido de los mendigos del mirador?
La pedanía
turística emite un tufo provisorio, enclenque, frágil. Veamos. No pueden ser
los SE VENDE, SE ALQUILA, SE TRASPASA… gracias a la crisis estamos
acostumbrados a ellos, han tenido la virtud de uniformar fachadas y ciudades.
Es cierto que las cadenas de tiendas y supermercados son los mismos y empiezas
a tener un molesto dejà vu. Da igual que estés en Albacete, en Chinchón, en Singapur,
o en un lugar de la Costa del Sol que en otro tiempo tuvo Ayuntamiento y
tranvía y que ahora se quedó sin el uno y sin el otro. Las vías muertas, el
edificio, fantasmal. Todo parece parecerse. Los bazares chinos se llenan de
sombreros de paja y colchonetas, lo típico si el mar está a unos metros. El
tufo a mentira continúa. Por las calles, los veraneantes transitan, deambulan,
llevan en bolsas de plástico el pollo asado, la camiseta de recuerdo, los
collares que jamás se pondrán. Las aguas
están frías, el terral las vuelve gélidas, hay mañanas en que la bruma casi no deja ver los faraónicos complejos de
apartamentos encaramados en las laderas, que empeñados, se ponen de puntillas
tratando de avistar un retal de mar.
La carretera
transcurre entre multitud de pedanías, pueblos, alojamientos de muchas
estrellas y otros a los que los años se las han arrancado, como se quitan las
condecoraciones a un general traidor y viejo. Sin clemencia.
Todo está
cartografiado, no hay lugar para la sorpresa. Los parkings, las multas, las
cuevas en las que te hacen fotos que no has pedido, sólo para cobrarte los
euros de rigor. Hasta te preguntas, sorprendido, si es cierto que ahí vivieron,
amaron y murieron nuestros antecesores. Es que la tienda de regalos y el reparto
de fotografías están demasiado cerca de una cueva a la que se accede a través
de una puerta y unas escaleras. Como si estuvieses bajando al sótano de la casa
de vacaciones.
El verano.
Hay veranos que tienes que mirar con más atención que otros. Un niño cabalga,
invencible, sobre los lomos de su bici nueva. Es roja. Hay flores ahí. Los
árboles están plagados de aves, de loros que te amonestan si te quedas bajo las
copas: defienden sus nidos, su futura prole, acaso. Hay pendientes que brillan
en los puestos del mercado, cada noche. Aunque, entre una caseta y otra, estén
tatuando a un joven que no sabe qué es lo que hace. Escondido, como sus
tatuadores ilegales, atentos todos a la llegada de la policía, para desmontar
la precaria mesa portátil que sostiene la carpeta con los dibujos, las
jeringuillas, las tintas.
Hay veranos en los que hay que mirar más y más de cerca. Y pensar
que hay que vivirlo todo. También lo provisorio, lo frágil. Y, quizás,
refugiarse en las cosas sencillas de la vida; el único remedio posible.
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La foto de la flor es mía, pero no tengo ni idea de cómo se llama el árbol...
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