Sin explicación aparente, V

Continuamos acompañando a Elvira, un día que no tiene que ir a trabajar. Ella, como usted, como yo, atesora algunas cosas en su vida que pueden parecer inexplicables. Veamos. 


Entregas anteriores: IIIIIIIV


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La verdad. Alguien dijo que la verdad nos hará libres. Libres de qué. De la certeza. De una realidad que creímos nos protegía, de una esperanza que nos hacía levantarnos cada día. A veces uno quiere seguir siendo esclavo. Porque no sabe que lo es. Porque, a veces, la verdad se revela limpia y sin afeites… y puede ser cruel. Y fea.

El agua se está quedando fría, pero Elvira no parece advertirlo. Está en la bañera, en su piso pequeño, un domingo de invierno que pasará sola, casi, porque quizás tenga visita a eso de las seis, se sonríe. Hay tiempo.

Nueva York. Pasó toda la infancia esperando aquellas postales que hoy sabe que son tópicas y típicas. La Estatua de la Libertad. Central Park. Las Torres Gemelas. Entonces le parecían imágenes exóticas, tan brillantes y con tanto color, tan lejanas en el tiempo y en el espacio de las calles del barrio en las que jugaba al pati, saltaba a la comba (cuándo vendrá el cartero, ay, cuándo vendrá) y espiaba la esquina por si la vespa gris del empleado municipal apareciese, petardeando, con la postal de la quincena. 

Y dónde vive. Y por qué no está aquí. Y cómo es. Y cómo es que se fue. Y por qué no estamos nosotras con él. Su madre le contaba cada noche el cuento del padre alto, inteligente y todopoderoso. Está en América. Y volverá, ya verás. Algún día lo hará. Entonces, ¿nos iremos a América? Yo quiero ir a ese parque tan grande los domingos por la mañana. Y nunca más nos separaremos. Cuéntame otra vez porqué se fue, mamá.

El rosario de las confidencias se desgranaba cada noche, en cada una de las casas a las que se mudaron. Primero vivieron en una con derecho a cocina; derecho que compartían con otras dos familias de padre, madre y multitud de chiquillos. Luego, se mudaron a un bajo, cerca de un parque que atesoraba un álamo maltrecho y desnutrido, dos columpios sin pintura y un tobogán sin pasamanos. Después, el pisito caja de cerillas, cerca de la estación. Ahí fue cuando cambiaron de barrio. Luego, el padre regresó.

Ella había confiado en la historia que le contaron. ¿Cómo si no las postales llegaban, una tras otra, sin importar dónde vivieran? ¿Cómo si no su madre podía contar tantos detalles: el jazz, los clubes que abrían sólo de noche, los grandes proyectos para construir puentes, rascacielos?

Cuando el padre regresó a casa su hija no lo reconoció, no podía, era una criatura recién nacida la última vez que estuvieron juntos. Luego, pasaron muchos años, veinte, en los que el padre se convirtió (merced a la madre, mujer en otros ámbitos práctica y desengañada) en una leyenda lejana y posible, una esperanza de una vida mejor, más excitante y más feliz. Lo que no pudo entender nunca Elvira fue el porqué. Quizás sea esto y no la verdulería en la que trabajaba el hecho más inexplicable de su vida. No entendió por qué la madre cuidó de él cuando se puso enfermo y decidió echarle un ojo a la chica de la Hortensia, la Elvira, antes de morir. 

El padre, Sebastián, tenía dos familias, he ahí todo el misterio. Una, en Albacete y otra, a la que abandonó. Una con la que vivió cuando estaba sano y podía trabajar y sonreír y hacer muchas cosas; otra a la que regaló sus últimos meses, cuando estuvo enfermo y necesitó que alguien le atendiera, le bañara, le asistiera. Tuvo dos mujeres, una florista y otra frutera. Una legítima y otra, una con la que se cruzó en un viaje y a la que le hizo un crío; una cría, para más señas, Elvira. A la otra, a la legítima, le dio tiempo a embarazarla siete veces, de resulta que tuvo nueve críos. ¿Nueve? Sí, hija, que tuvo un parto de mellizos, figúrate. Hortensia, la madre de Elvira, era la frutera y la que decidió enviar las postales para que su hija creciese con la imagen de un padre. Distante y doloroso, sí. Pero a la medida, guapo, sabio y muy alto, como un príncipe, pero moreno y de ojos marrones, los tuyos, ¿no ves el color? Es un marrón especial, casi negro.

Elvira nunca entendió a la madre, nunca comprendió cómo se prestó a cuidar a aquel hombre que apenas se quedó lo justo, justito, para embarazarla y luego desapareció para volver cuando se sintió enfermo. Para el final.

Fue muy amargo para Elvira. De entonces acá ha llovido mucho, muchas mentiras y muchas verdades, y no entiende nada. Bueno, algo sí. Comprende lo de las postales, de hecho, aún las guarda. Como un homenaje a esa mujer práctica que vendía manzanas, mandarinas, plátanos de Canarias y, sin solución de continuidad, organizaba una red de envío que implicaba a cómplices insospechados (una amiga, una prima lejana, una vecina de fiar) y búsquedas de tarjetas que no tuviera la niña, que esa de Manhattan ya se la he enviado por Navidad. Ella, que no sabía cómo se escribían ni la ciudad, ni el distrito neoyorkino. Ella. Que extinguía los rumores para que no incendiaran la inocencia de la hija.

Ahora sí nota el frío Elvira. Un frío que no se desprende del agua. Un frío que le llega al corazón y la hace sentir como una chiquilla de veinte: confusa, desorientada, sola. Sale de la bañera, se seca muy despacio y se envuelve en el albornoz. Tiene frío. Pero ha de prepararse y preparar la merienda. Por si tiene visita. A las seis. Enciende la radio y suena una canción. Ésta. 

Comentarios

Isabel Barceló Chico ha dicho que…
¡Cuánto amor el de la madre de Elvira hacia su hija! Porque las madres amorosas no quieren que sus hij@s sepan de las mezquindades de los padres, saben cuánto hacen sufrir. Mi admiración por esa mujer fuerte, por ese enorme amor filial. Besos.
María Antonia Moreno ha dicho que…
Sí, a pesar de las cosas sin explicación aparente (como hacemos todos en aligún momento de la vida) que hace la madre... Un abrazo, querida.