No me lo tengáis en cuenta

Cosas de la vida, mientras sueñas con un retiro como éste
Sitúense. Una mujer que inicia la cuarentena. Una, a la que le gusta leer. Podríamos suponer, llegado al caso, que es bibliotecaria. Una rara avis. Una especie en peligro de extinción. La mujer  visita una biblioteca que no es en la que trabaja. Más que visitar, tiene por costumbre utilizarla. A la mujer le gusta la novela negra. Más que gustarle, siente una atracción fatal y en los ojos se le pone un brillo (quizás sean los cristales de las gafas, iluminados por la luz de julio) cuando descubre (o le descubren) un autor de género al que no conoce. Así que. La mujer va a la biblioteca a llevarse en préstamo unos cuantos volúmenes de novela negra, de un autor que se llama Benjamin Black (¿no les parece que el apellido es oportuno, preciso? Claro. Es el seudónimo de John Banville). El caso es que ella va, despreocupada y alegre, al encuentro de los misterios que el autor en cuestión tenga a bien ponerle en el camino.

En el mostrador de préstamo, para un minuto pues tiene que devolver un libro. Antes que ella, una joven pareja  pregunta al bibliotecario. Qué majos, piensa nuestra protagonista. La chica va vestida con falda vaquera tipo segunda piel y corpiño vaquero elástico, sin otra sujeción que su cuerpo de junco. Qué suerte, piensa la de antes.

Reproducimos el diálogo: No, esa obra está prestada... ¿Puedo reservarla? Es que si no... no la pillo. Claro, ya está. Vale... ¿Ese tío tiene escrito algo más? 

(Inciso. No ha intentado piratearla. Se ha acordado de la biblioteca pública. Eso tiene perdón, medita nuestra mujer). 
Sí, claro. A ver. 

El bibliotecario desgrana la lista de obras de un autor italiano muy conocido por sembrar la moda de enganchar candados en los puentes. Aquí, en España, porque un tal Mariano Casas es el guapetón protagonista de las películas basadas en los libros. 
Acabáramos, piensa la mujer. Por lo menos, va a leer. Eso está bien. 

El diálogo entre la jovencita y el bibliotecario se salda con la entrega de éste último de un papelito en el que, como un misterioso código, bailotea la signatura del volumen. En un segundo plano, el chico aguarda.

Se dirigen a la Narrativa. Nuestra mujer termina con su gestión y se encamina allí, también. Derecha, con la práctica que dan los años y ser una lectora de biblioteca, en pocos minutos encuentra dos títulos de Black: En busca de April y El lémur. Decide, de postre, llevarse El mar, del mismo autor, firmado con su nombre original. De camino al mostrador encuentra otros dos, una ópera prima y un título de una saga más conocida. Pero.

La pareja está buscando, aún, lo que han venido a buscar. No lo encuentra. No lo encontrará nunca, sabe nuestra mujer. Y entonces.
Sale la bibliotecaria que lleva en los adentros. Es inevitable.

¿Buscáis a Federico Moccia? (lo pronuncia como una k, alzo así, Mokia. No sabe a ciencia cierta si se ha de decir Mochia como la strachiatella). La muchacha la mira a los ojos y, casi airada, puntualiza: Es Mozia (así, el sonido como de Godzilla).

Nuestra mujer se impacienta, pero poco. Peores y más flagrantes diálogos ha tenido que sufrir/padecer. Por los años y por el oficio.
Es italiano, proclama (como si eso lo aclarase todo, se dice). Y el apellido es la palabra que empieza por M, no Federico, que es el nombre. 
Decidida, se dirige a las estanterías que acogen las obras de todos los autores que empiezan por M. (A ver si está descolocado y me caigo con todo el equipo. Y no quiere, porque... ¿dónde quedaría su pundonor?). Pero no. Ahí está y, nuestra protagonista, lo toma entre sus manos con un vuelo. Se gira y descubre a la pareja. Ella, delante de él. Él, guardándole las espaldas, su Mario Casas particular. 
Se lo tiende, mientras su monólogo interior continúa (tenía que llevármelo ahora en préstamo y dejarla con un par de narices) y el diálogo exterior continúa. No me lo tengáis en cuenta, les dice. Soy bibliotecaria, aunque no trabajo aquí. La joven dice, sorprendida, éste, éste es el que quiero. Y le da las gracias, como quien no quiere la cosa. 
Nuestra mujer se marcha con su monólogo interior. No han entendido la ironía, claro. Es lógico que no sepan buscar en orden lineal/alfabético... en Google da igual que pongas antes el nombre, que el apellido.
No es el no saber lo que molesta a nuestra mujer. El no saber tiene solución. Lo que la irrita profundamente es la arrogancia, la falta de educación. Pero, continúa diciéndose, no tengo que enfadarme. Si, al fin y al cabo, me han regalado un post enterito.
Éste.



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El trailer de la peli lo pongo por si deleita a alguno o a alguna La foto, para decorar y aportar un poco de serenidad (¿a quién no le gustaría perderse en esa casa, con ese paisaje?, la hice yo y es un lugar de la Sierra de Francia (Salamanca)
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Comentarios

Jésvel ha dicho que…
Preciosas hortensias. Yo trabajé en Miranda, claro que no es lo mismo ir a currar que ir a relajarse...

Como bien dices, lo de no saber tiene remedio, otras cosas... Bueno, creo que también pero es que, como para todo, primero hay que querer.
María Antonia Moreno ha dicho que…
Eso es. Creo que no tiene nada que ver ir a trabajar que a serenar el espíritu... ;) Esa casa está en otro pueblo, pero la arquitectura de la Sierra es maravillosa, por lo menos a mí me encanta.

Cierto. Hay que querer.

Salud!