Proust se sirve de una magdalena y de un té (en España, nos haríamos un buen chocolate castizo o un café con leche y picatostes) para desencadenar los recuerdos de los buenos momentos en su protagonista. Es la memoria involuntaria.
Estos días, imaginando la historia de Elvira (ya va siendo hora de publicar la segunda entrega de Sin explicación aparente,¡tanto que contar!) me doy cuenta de que utilizo/utilizaré ese recurso con esta mujer de cabello largo, larguísimo. Pero no lo haré con los buenos momentos, o no sólo (me resisto a quitarle el sombrero al adverbio. Y más desde que Arturo Pérez-Reverte ha decidido que no prescindirá del sombrerete. Y yo, en mi blog, tampoco. Digan lo que quieran los filológos de la muy Real Academia) sino con todos, buenos y no tan buenos, vergonzosos y heróicos, humillantes y felices.
Recuerdo ahora un relato de hace unos años, Arroz con leche, I, II, III. La protagonista rememoraba su avatar vital al término de preparar el dulce exquisito. O el también gastrónomico cuento que escribí a raíz de descubrir una receta con nombre que sonaba a pájaro, a desparpajo. Era Paparajotes y una historia de amor/desamor/malentendidos/secretos. Amar no es suficiente. Debería, pero no. Tecleo el inicio de memoria. Fue una historia sentida, que me hizo enfadar cuando no encontraba la palabra precisa para definir toda la tristeza. Entre Arroz con leche y Paparajotes hay una evolución, no sé si buena o mala. Lo han de decir otros. Usted, por ejemplo, que me está leyendo. Tengo pendiente publicar este último relato en el blog...
A lo que voy.
Quisiera que el relato de Elvira me emocione al escribirlo, al soñarlo. Haré que cocine, por supuesto. Pensando en qué cocinará, me he decidido por unas magdalenas, tal vez parecidas a éstas.
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Magdalenas de leche, canela y limón |
Aún no sé qué recuerdos le traerán. Pero sí sé el regocijo (sí, he dicho bien. Regocijo) que se siente al mezclar la harina con la levadura, rallar un limón bien amarillo, batir los huevos y el azúcar, añadir la leche, el aceite rubio, la olorosa canela y mezclar. Luego, las cápsulas que esperan como nidos de golondrina, y el proceso mágico, de alquimia. El horno y las magdalenas que suben, sin pudor. El aroma. La textura.
Quizás hacer magdalenas no arregle el mundo, ni escribir un verso, ni contar un cuento o cantar una canción a un bebé que no sabe quién eres. Quizás. Pero son consuelos legítimos, todos. Me atrevo a asegurar que necesarios, imprescindibles.
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La receta de las magdalenas la encontrarán aquí. Un consejo: sustituyan el aceite de girasol por aceite de oliva de 0'4. Y utilicen la bandeja específica, así les quedarán más altas y no tan achaparradas como éstas...
La foto es de la que escribe el blog e hizo las magdalenas.
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Comentarios
Cierto, la idea es tuya :-)
Recojo el guante. A ver qué tal me salen y lo cuento en el blog.
Genial. Pásalo muy bien con tus hijos, un abrazo :)