Tango

En Uruguay, las gentes van a la playa a bailar. El tango. Un canto arrabalero y dulce, tan dulce como la melaza que dice mi músico de cabecera y mi gurú particular. Y es que las letras del tango hablan de la vida al margen, de los sentimientos arrastrados y arrostrados.


Un hombre elige la arena mojada para ejecutar evoluciones gráciles con la reportera, una mujer joven y guapa pero inexperta. El hombre es experimentado, sabe que los días asentados son los mejores para danzar y no hundirse en las pasiones. Viéndoles, se me antoja que el tango es una suerte de representación de la vida. Se dejan caer en los brazos del otro, que los sostienen y los preserva de los peligros cotidianos y feroces. Aunque uno de ellos parece que es el que manda, no es así, no del todo. Uno y otro se bambolean, mecidos por las dificultades, los éxitos. Y el otro lo acoge, lo acaricia con las caderas, lo envuelve entre sus piernas, conformando un mapa del deseo. Un tango, sí, es dulce y es arrabalero, es pendenciero y es triste: el que no llora no mama y el que no roba es un gil.


Hace años vi bailarlo a una pareja, junto al Palacio Real, en Madrid. Una muchacha y un joven trazaban circunferencias y rectas esquivas en torno a un radiocasete que desgranaba el ritmo porteño. La tarde era melocotón y la temperatura amable pero, de pronto, se volvió trágica y perentoria, intensa y decisiva como un amor al límite. Faldas de tubo, medias transparentes, sombreros de ala, traje de rayas y zapatos de charol ajedrezados. El tango. El baile que mejor queda en la calle, en la plaza, en la playa. Con una flor blanca, quizás una camelia, prendida de una melena negra. 

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