Saloon Dorilda

Al fondo del Saloon Dorilda está el piano. Y frente a él, el pianista del Saloon. Un hombre que vino al pueblo hace siglos, del que no se sabe su edad, ni su estado civil. Debe de vivir subiendo las escaleras, en la parte alta del establecimiento. Allí es por donde desaparece cuando apunta el alba para emerger cada noche, a distintas horas y en distintos días, puntual a su manera, obediente al deseo de la dueña.
El hombre del piano debió ser guapo en otro tiempo. Aún conserva un rastro azul en los ojos, un cierto empaque envuelto en su traje negro y su camisa blanca con lazo. Nadie sabe de dónde es el pianista. Apareció un día, hace muchos años. Hay un dicho en el Saloon Dorilda: no es el dueño, pero en él está el origen. Hay quien dice que es capaz de tocar sinfonías compuestas por músicos europeos de otros siglos, lejanos a éste. De lugares distantes, donde no hay pistoleros, ni reyertas saldadas con medidas de ataud. Quien lo dice lo hace en voz baja, mientras el otro aporrea las teclas blanquinegras del piano, acompañando a la chica de turno. 
Debió ser guapo. Aún es alto y camina erguido, olmo seco de camino. Ni siquiera el güisqui que trasiega (al término de cada canción) consigue encorvarle. Antes, desaparece escaleras arriba. 
Es serio. Nadie le ha visto sonreír. Ni siquiera cuando Lulú, la morena de los ojos de gata, le rodea el cuello con sus brazos felinos. Ni cuando Memé le acaricia la espalda con la boa celeste. Ni siquiera cuando Dorilda,  le reclama: Eh, tú, pianista. Un poco más de garbo que esto no es un velorio.
Es serio, pero no trágico. Nadie le ha visto llorar. Ni siquiera cuando murió en sus brazos Rita, la rubita aquella que parecía una niña. La tomó entre sus brazos cuando aquel bruto le descerrajó un tiro entre sus pechos blancos. La escuchó balbucear, entre triste y asombrada. Me muero, nene. Me muero, decía Rita y el pianista le cerró los ojos, pero no lloró.
Es serio, pero no iracundo. Nadie le ha visto gritar. Ni siquiera cuando el sheriff lo abofeteó en el rostro, aquella mañana infausta del mes de abril. El puñetazo le cayó al guardián de la ley como un resorte, como si un tentetieso hubiese salido disparado de la caja cumpliendo con ejemplaridad su oficio. 
El hombre del piano es impasible. No se inmuta. Ni cuando una botella pasa rozándole la cabeza para estrellarse en el teclado. Ni cuando la botella le acierta en medio de la frente, o en la nuca, o en la mano derecha. Ni cuando escucha el click de una pistola cerca de su sien izquierda. 
Se escuchan muchos rumores en el pueblo, pero nadie sabe si son ciertos. El mejor es el que dice que es un ladrón de bancos, el jefe de una banda de pistoleros desalmados. Según esto, el pianista está escondiéndose, presto a que las cosas cambien a mejor, para desenterrar el botín y largarse a Filadelfia. 
Hay otras leyendas, otros cuentos de viejas. Hay una que le atribuye un amor desgarrado hacia Dorilda, pero quien le haya puesto la vista encima a la dueña no le dará el menor crédito. Es áspera y dura, delgada como una cuchilla. Nadie en su sano juicio la querría. Nadie que estuviese medianamente cuerdo se quedaría en ese pueblucho y en ese Saloon casposo por ella. 
Nadie conoce, en realidad, al hombre del piano. Es el enigma del local. Es la clave secreta del Saloon Dorilda En él está el origen.
Esta noche canta Mimí, la pelirroja gordita y el hombre la acompañará al piano. Nadie, sino un observador  avezado podrá conocerle nunca. Ni advertir cómo el azul de sus ojos se aviva por unos segundos cuando escucha una voz de cuchillo, eh, tú, pianista. Que ni en mi velorio quiero yo que el piano del Dorilda suene así.
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Son tantas las pelis del Oeste. Y tantos pianistas, dueñas de Saloon, vaqueros duros. Tantos actores. Tantas B.S.O. memorables. Mi modesto homenaje.

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