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A Paula le gusta jugar a las pruebas. Sabe que se está haciendo mayor y que, quizás, cuando llegue el verano, sus amigos no la seguirán en el juego. Hay que ser valiente. Sagaz. Descarado.
Una mañana se dedicaron a acariciar abrigos de piel en la Plaza, casi como si fuesen cachorros. Una tarde, contaron paraguas de color rojo y llegaron a veintidós, con discrepancias. Peor fue aquel sábado que a Elena se le ocurrió que pisasen los pies calzados con botas altas. De nada sirvieron los perdone, me deja que le pise esas botas, es que es una prueba… Un fracaso total.
Paula sabe que se hace mayor porque le da más vergüenza hacer según qué cosas. Ya no se atreve a pedirle a los señores que lucen sombrero que la dejen tocar el ala, como si fuese detective en busca de un rastro incriminatorio. O llamar al timbre de los portales para colarse dentro y averiguar cómo se llaman los que viven en el quinto. Por eso, se arma de valor este domingo por la tarde y les reúne a todos para jugar a las pruebas, tal vez, por última vez.
Lo tiene muy pensado.
Se derramarán por las calles de la ciudad, se asomarán a los bares, intentarán ver a través de las ventanas de las casas. Buscarán a gentes que lean. Han de encontrar a diez hombres y a diez mujeres. Difícil, pero no imposible.
Y, por equipos, allá van.
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Foto en la Puerta de Aníbal, Salamanca, de María Antonia Moreno.
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