He visto en la tele unos muñecos horribles que parecen bebés muertos. Parecen muertos porque no se mueven, ni respiran, ni sonríen. Están fríos. Congelados sus rostros en una mueca. Los utilizan para las películas, pero también hay quien los colecciona, los viste, les pone nombre, y los exhibe en una habitación. Dicen que hay parejas que perdieron a un hijo y buscan consuelo, recreando sus ojos, el óvalo de su rostro, sus manos gordezuelas, ... su hijo, bebé para siempre.
Me horrorizan, no me gustan, me causan pavor. Puedo entender a los padres que buscan consuelo en una réplica de goma y de plástico (a fin de cuentas, nos pasamos la vida buscando consuelo, a veces equivocadamente, pero qué más da); pero no consigo racionalizar el impulso del coleccionista. Esta se llama Rita y tiene tres meses, es una niña y por eso la visto de rosa. O bien, se llama Jorge y tiene seis meses, ¿a que es precioso? No entiendo ese afán de poseer bebés eternos, de exhibirlos como a trofeos; me parece morboso. Claro está que comprendo su importancia para las películas. A fin de cuentas, también están los museos de cera, que no me causan aversión. Pero es que hay algo inmensamente cruel en capturar los rasgos de un bebé y dejarlos ahí, congelados, fríos, muertos. Es la frivolidad, jugando con la materia más sagrada del ser humano. De un animal cualquiera. Un cachorro. Una criatura.
Como me resisto a poner la imagen de uno de esos muñecos, ahí está la fotografía de una azalea rosa en plena floración. Sirva la imagen como metáfora de un rorro vivo y bien vivo: brillante, cálido, hermoso, prometedor.
Comentarios
Ayer estuve en Ávila a oir a Campanari y contó una historia de una planta que no crecía... seguro que conoces el final.
Pues no sé el final, ahora no caigo!
Aprovechando el día del teatro, voy a ver si pongo yo en el blog el cuento que oí a Campanari el domingo.
ahora te leo.