Unas cosas y otras, I

La mujer que viaja en el tren va pensando en unas cosas y otras. Su pensamiento vagabundea entre reflexiones tontas, de esas de andar por casa y pensamientos más negros, más tristes, más trascendentes. Y medita que así es la vida, también. Que te entretiene o se entretiene entre los parterres de las flores para, sin solución de continuidad, ponerte al borde de un abismo. Del abismo de una decisión, de un problema, de una situación dura o de un sentimiento. Hay veces en que el sentimiento te pone al borde de todo lo demás: decisiones, problemas, encrucijadas. Ese es el caso, resume, risueña a su pesar. 
Le gusta viajar en el tren (siempre que no lleve retraso ni que le toque viajar al contrario de la marcha: la natural de las cosas y la natural del viaje, porque se marea, se confunde, y lo pasa mal). Le gusta. Le gusta, sobre todo, si el viaje la lleva a vagabundeos en una ciudad ajena, una ciudad que no tenga nada ver con ella, con su realidad, con todo lo que tiene que pensar y todo lo que tiene que decidir. 
Escucha en el mp3 una selección de temas del músico loco y observa rostros, manos, y rutinas de los otros viajeros. Conversaciones, lecturas, músicas que le llegan como débiles murmullos escapados de los auriculares. Es muy de mañana, aún no ha amanecido, así que va pensando (también, porque es humana) en un café con leche muy caliente y un muffin. Un muffin, ja. Una magdalena de las de toda la vida. 
Y, cuando el tren llega a destino, esto es, estación Chamartín, duda entre quedarse o irse; subir al metro, tomar una línea que la acerque al centro.Y se va, porque aquí las cafeterías se le antojan demasiado pasajeras, demasiado tristes, demasiado. 
Ya está camino de Madrid, del Madrid quimérico que le gusta; el de la Calle Mayor que parece la Calle de cualquier pueblón de Castilla, el de la Plaza Mayor grande y cuadrada, el de la cinematográfica Gran Vía. Pero antes, un desayuno tardío. 
Desayuna en un McDonalds atendida por una joven camarera que hace figuras en las tazas de café (flores, corazones). ¿Desde cuando se ha instalado la poesía en un establecimiento de comida rápida y origen gringo? Desde que la poesía cuesta lo suyo (y lo del otro). 
Pero merece la pena, porque el local se asoma a la Gran Vía; una vía en la que hoy (que es domingo) la gente que pasea sin prisa se mezcla con la que la tiene (pues siempre hay alguien que trabaja, siempre hay alguien que acude a una cita a la que no quiere llegar tarde). Espera no encontrarse con nadie hoy, porque hacerse más de doscientos kilómetros para estar tranquila y ver a algún conocido tiene su guasa y, sabe, por experiencia, que no es tan descabellado toparse aquí con la peluquera o con una lotera, sin ir más lejos. Espera no encontrarse con nadie, pero lo que nunca hubiese esperado y, sin embargo, ocurre, es encontrarse con él. Él, que acaba de entrar en el McDonalds y se dirige, ahora, en este momento, al mostrador donde la joven morena dibuja corazones y flores en las tazas de café por un coste irrisible (por lo elevado... claro que ¿quién le pone precio a la poesía?).



Continuará...

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