Troyanos y griegos

Estaba casi convencida. Todo era un ardid. Una añagaza. Una trampa. Una putada, vaya. Que ante ella misma no tenía que surtirse de sinónimos, antónimos, perífrasis y otras zarandajas. Ya estaba otra vez. Qué difícil es desterrar los viejos hábitos y abrazar lo inevitable. Y es que estaba pasando delante de sus ojos y ella no podía hacer nada. Nada. ¡¡NADA!!
Helena de Troya, de Evelyn Morgan, 1898 (tomada de Wikipedia)
Primero fue la climatización. Climatización. Qué palabra tan larga y tan profesional. En parla vulgar: que si hacía calor se achicharraba como gato panza arriba en un secarral, y si hacía frío se le antojaba estar en una película antigua. En una de esas en las que hay mucha nieve, muchos abrigos de pieles, mucha estepa rusa. No es que siempre fuese así. No. Había periodos en que la climatización de la oficina era perfecta. PERFECTA. Seguidos de otros plazos de tiempo en que los aparatos eléctricos se desprogramaban, se averiaban misteriosamente o se cambiaban sin que nadie hubiese apretado el botón. Si es sol, sale frío el aire. Si es la estrella, sale caliente. El aire. Ya no sabía qué o quién le estaba tomando el pelo. El azar. La señora de la limpieza, dicharachera y gordita. Asunción, que tenía sus días. Y sus noches (esas manchas violáceas bajo los ojos no aparecen tras sesiones maratonianas de lectura,  comiendo bombones de licor en una cama vacía. Eran manchas de no dormir. Como cuando te duele la cabeza o te abre el alma de par en par una pena. O como cuando compartes horas y horas de insomnio. Con alguien. Bueno, basta ya).
Después fue la planta. Una enredera verde, de hojas blancas. La compró un martes, en la floristería de la plaza. Era una enredadera maravillosa. Crecía y crecía casi sin pedir nada. Un poco de agua. Que no le diese ninguna corriente. Un poco de palabras dulces para desayunar. Acariciarle las hojas, los tallos, contar sus brotes verdes. La planta. Una mañana amaneció lánguida. Y ya no hubo posibilidad de recuperarla. 
Lo último (lo penúltimo) había sido el troyano ese. Un troyano. Qué nombre. Casi podía verlo. Se lo imaginaba pequeño y nervudo, asiendo una lanza en la mano derecha, vestido con pieles de oso... ¿A qué ordenador infectar? ¿Qué máquina desenchufar? El troyano había sido lo penúltimo. El informático de la empresa se los había llevado, bajo el brazo. A su ordenador y al troyano que campaba a sus anchas, abría sus carpetas, eliminaba sus archivos, burlándose de la pobre Helena. Si es que hasta eso habían tenido en cuenta. ¡Quién mejor que un troyano!
Lo último había sido la llamada de su director. Su director. Este es el fin. Me despiden. Y yo, no puedo hacer nada. ¡ NADA! Pero aún tengo dignidad.
Subió de dos en dos los peldaños, pensando en cómo decirle que se iba, que le ahorraba el discurso final. Que era buena trabajando, que lo era, pero que ya se había dado cuenta de que lo que querían era que se fuese. Ea. Pues se iría. Lo pensó y lo dijo. El director no tuvo ni tiempo de despedirse. ¡Ja! Le he dejado asombrado. Para que vuelva!
El director no entiende nada. Sobre la mesa, un nuevo proyecto para climatizar en condiciones el despacho de Helena. No sólo eso. Para cambiar los muebles, poner una alfombra espesa, plantas verdes y un ordenador última generación. Aprovechando que el anterior está infectado, Helena, hemos pensado en la empresa... y mientras esté todo terminado, tómese unos días libres, últimamente ha trabajado tanto... El director no entiende nada. Lentamente, se levanta de su silla, sale de detrás de su mesa, se acerca a la ventana que da a la calle y alza el estor. Ahí va Helena. Y él, que se siente como un pequeño griego . Uno al que han derrotado antes de entrar en el caballo.

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