Y aquí estoy yo, también. II


Es que tal vez lo que ocurre es que no me acostumbro a trabajar en Ibéricos Hernández, donde encontrará el jamón de toda la vida (si fuese así, no había quién le hincase el diente, como al del anuncio) o que no me acostumbro a que la vida sea tan puñetera y tan distinta a lo que debía de ser, o que no me acostumbro a ser padre de familia, ni a estar casado con Juana, la hija del jefe, la hija del dueño, la hija del hijode. O, simplemente, que no me acostumbro a estar sin ella, contradicción insalvable ésta, puesto que apenas me dio tiempo a creer en el regalo de su presencia.  

Pero a lo que vamos, cuarto y mitad de sinceridad y medio de orden, que no se puede hacer lonchas del tiempo sin ton ni son, finas y gruesas, como a uno le dé la gana. Lo que hay que entender es cómo he llegado aquí. Nada más.

Juan y Juana (¿formarán un grupo de pop cuando el crío cumpla 5 años?) están junto a la piscina; la madre hojea una revista con desgana en la tumbona, el hijo se dedica a dormir en el cochecito. Yo, me he escabullido (subo un momento a la habitación, Juani) y estoy con el ordenador que me traje porque supuestamente había wifi en todos los rincones y no, va a ser que no. (Si quiere conectarse, puede utilizar los ordenadores de la recepción, caballero. Dos euros la media hora). Pues no me da la gana de que todo el mundo observe lo que hago o dejo de hacer. Y encima, que Juani no deje de incordiarme, basta ya, Jorge. Que te vas a pasar de la media hora y te va a tocar pagar los 4 euros. Qué rata puede llegar a ser una astilla bien entrenada desde el palo. Así que me ha dado por escribir esto y a ratos perdidos desahogarme un poco, aunque sea conmigo mismo. Porque ya no puedo más. Y eso que llevamos aquí 6 días. Dios, qué largos son 6 días de nada.

Como mi media naranja, la astilla, fue la que se encargó de hacer los preparativos del viaje (una islita cercana. Nada, nada. Un hotelito de 3 estrellas, a un tiro de la playa, en un ambiente animado. Así, podremos ir a tomar un helado después de la cena y ver gente, no como hace dos años, que me metiste en el último hotelucho del paseo marítimo y daba miedo salir por la noche. Vamos, mi último verano sin Juan y me lo tuviste que amargar), yo no tenía ni idea de dónde es que venía, porque no quise enterarme, para qué. Luego, una vez aquí, comprobamos que sí, que había mucha animación y que por falta de gente no sería lo del miedo. 

La mañana que llegamos y arrastramos nuestro exiguo equipaje hasta recepción (dos maletas, tres bolsos de mano, una sombrerera ¡!, el cochecito de Juan y toda la parafernalia con la que han de moverse unos padres que tienen un hijo de crianza (biberones, pañales, ropas varias, toallitas, polvos de talco, colonia, bastoncitos, sonajeros, chupetes, baberos de todos los días de la semana con sus puntillas y sus canesús…) el hotel no me dio espina. Ni buena, ni mala, la verdad. Un mozalbete que exhibía un escueto bañador rojo y se tocaba con un elegante sombrero de jipijapa (o de plástico trenzado de los chinos, vista la proliferación de establecimientos asiáticos) acarreaba, (no sin esfuerzo torero todo sea dicho) supongo que hasta su habitación o a la de algún colega con o sin derecho a roce, una caja de Smirnoff mi cara adquirió el rictus de una antología poética. Pero, Juana, ¿qué clase de sitio es éste? No sé, el que me recomendaron en la agencia… me dijeron que esta zona no estaba muerta, que era bastante animada…

Por los pasillos jóvenes de ambos sexos y de todos los que uno se pueda imaginar, se paseaban semidesnudos luciendo torso, muslos, pechugas. Un paraíso para un voyeur. Un infierno para un padre de familia acompañado de una esposa de cuarenta, tirando a rellenita.

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