Una tarde en Santiago

La luz y la piedra
La luz teñía la piedra de amarillo y verde. Dos tenores apuraban los últimos minutos de actuación. Después, la soprano de turno entonaría un aria y el joven rubio afinaría la guitarra cuando el carrito de la compra y el atril desaparecieran en cualquier portal de Santiago. Quedaban los indignados en la Plaza del Obradoiro y, paradójicamente, eso no la hacía más doméstica, sino grande, inmortal. Todo pasará, los cantantes sin manager, la mujer con el rostro desolado, las tiendas de campaña y los plásticos. La Catedral continuará enseñoreándose en el tiempo, si es que todo va bien, claro.
Dos tenores
En el siglo XII los peregrinos se quedarían mirando la fachada gris y ocre con la boca abierta. Ni siquiera jugar a los dados sobre los helechos atenuaría la sensación. Ni  siquiera comprar la última medalla, el último recordatorio. En el siglo XXI ocurre algo semejante.

Desde la terraza del Parador
También se compran...
No llueve en Santiago. En la terraza del Parador dos mujeres toman té con limón enfundadas en trajes de raya diplomática, con gafas de sol extra grandes, que más que proteger sus ojos esconden sus rostros de miradas curiosas. Sin embargo, nadie las mira hoy. Hoy es San Juan y las preocupaciones están en los ritos de la purificación de la noche. En recolectar las hierbas, en aligerarse de lo viejo y abrirse a lo nuevo, en abrazar al Santo para pedir cosas no del todo imposibles. Las ocupaciones de un día como hoy en Santiago. Las mujeres llevan una hora en la terraza, sin hablar. Suspiran. Una de ellas toma fotografías, como al descuido. Y la tarde que se va, perezosa, impregnando los semblantes de una luz que no quiere marcharse.
De pronto, una mujer que está más cerca de los sesenta que del medio siglo que ya vivió, baja las escaleras presurosa y se dirige a la terraza donde dos mujeres trajeadas siguen con sus tacitas de té con limón. Algún peluquero que no ha estado muy afortunado le ha hecho la permanente sobre un pelo teñido de rubio. Parece una Doris Day de La Mancha, algo harto difícil de imaginar y más de disfrutar con la mirada. La Doris Day manchega sortea un cartón, una pancarta que se ha desprendido del mástil, un falso tuno, un alemán que acaba de llegar al Campo de las Estrellas y un niño que sale corriendo detrás de una paloma que zurea. Las mujeres de la terraza mueven la cabeza con exasperación y suspiran, pesarosas. Así no hay manera, musita la más joven, de pelo lacio y ojos enrojecidos ocultos tras los cristales negros. Tranquila, dice la otra, mientras se aparta un mechón azul del rostro. Vamos a hacer lo que hay que hacer.
Un minuto después, la Doris Day del campo de los molinos se aposenta junto a ellas sin mediar palabra, con una sonrisa apurada y un tic nervioso que hace que la ceja derecha se dispare hacia arriba como un acento circunflejo. ¿Todo bien? pregunta una de las dos mujeres que parecen abogados del Estado, o mafiosos de Nápoles vestidos de mujer. Sí, bueno, el caso es que hemos tenido algún que otro problema porque… No nos cuentes detalles, corta la mujer más joven del trío, la más severa e inflexible, como suele suceder. Queremos resultados, no pormenores. Ahórranos las peripecias, haz el favor, remata.
Tranquilizaos las dos, zanja la otra, con un ademán de sus manos delgadas. ¿Lo tenéis o no?
Doris Day sesentona se queda mirando a la más joven, entre contrariada y furiosa. Hay que ver, masculla. Hay que ver, qué aires nos damos ahora que estamos a la diestra. ¿Qué dices?, salta ella. ¿Qué es lo que estás diciendo?
Parad las dos, ahora. Dámelo y márchate. Ya hablaremos.
Algo cambia de bolso. De uno grande, granate, a un maletín grisáceo, que reza: VIII Congreso de Estomatólogos, Santiago de Compostela, junio de 2011. La Doris se levanta y se va sin despedirse. Las otras dos se quedan un rato más, apenas cinco minutos. Nadie las mira, todos están ocupados en cambiarse los zapatos por zapatillas, en volver a casa, en pensar en que esta noche hay que saltar el fuego tres veces, para espantar las meigas. Porque haberlas, haylas.
El mar, siempre el mar
Unas semanas después, a la espalda el mar, al frente un pequeño televisor que se sostiene, vacilante, en una barra inestable de chapa, una mujer bebe un cocktáil con mucho hielo, mucha piña y mucho ron. La noticia es escandalosa, quién lo iba a pensar. Han robado el Códice. Nadie sabe cuándo. Nadie sabe cómo. Ella se aparta el mechón azul del rostro y sonríe. La sonrisa se le queda congelada un minuto. Aún no he hablado con estas dos gallinas de corral, pero pronto el rictus de enfado se disuelve, como un cubo de hielo hueco. Ya habrá tiempo, decide. No es mujer de perder el tiempo. Ahora lo que toca es esto: azul, amarillo, despejar la cabeza y volver relajada al trabajo. Tiempo habrá

Fotos de Santiago de Compostela y A Coruña, de María Antonia Moreno

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