Paula, 2

Paula no sale a tomar café con sus compañeros porque tiene muy poco que ver con ellos. Ellos tienen niños pequeños que hacen gracias (figúrate, dice ya mamá, a los 3 años, si es que es un portento, mi niño), matrimonios recién iniciados (qué graciosa es mi Puri, pero qué graciosa, que no se puede dormir si no me voy con ella a la cama), matrimonios que nunca acaban (pero qué coñazo de tío, oye. Es que no me deja respirar), tardes de domingo con palomitas y fútbol, inconvenientes y ventajas de tener familia. Paula, no. Así que prefiere sacar de la máquina un capuchino que sabe a plástico y una chocolatina con demasiadas calorías pero que levanta el ánimo y se queda delante del ordenador, buscando una isla remota en el Pacífico, la fotografía de Brad Pitt en un rodaje o un vídeo de Manolo García.
De lunes a viernes, Paula lo lleva bien. Lo lleva bien porque su vida es una serie de ritos acordados con ella misma, y sin pausa Paula va cumpliendo horas, días, semanas hasta que llegan los sábados y los domingos. Porque en la vida de Paula, si hay que contar lo que cuenta, sólo contarían los fines de semana.
Paula es una mujer de edad indefinida, podría tener 30 ó 45. Pero ya no es joven, así que tendrá más bien 40 que 30. Delgada, sin imaginación, dirían sus compañeros en la oficina. ¿Por qué creen que no tiene imaginación? Sólo hay que ver cómo se viste, cómo se maquilla los labios en tonos rosas y los ojos, con una sola capa de rimel negro. Siempre el mismo traje, siempre la misma blusa blanca, los mismos zapatos negros de tacón. Siempre el mismo caminar errático, haciendo zigzag, que más parece una mujer de mente desorientada que una oficinista. No tiene imaginación, ni vida, ni nada.

Y sin embargo, Paula tiene un secreto. Los sábados y los domingos vive su vida, la de verdad. Una vida clandestina. Hay sábados que pasa en casa, en la mesa de dibujo de su habitación secreta. Pues sí, porque Paula tiene un secreto que incluye una habitación secreta. Ahí, en la mesa, iluminada su tez pálida por la luz amarilla del flexo, dibuja y prepara unas plantillas. Últimamente está muy orgullosa de una: un mendigo pide limosna y una niña le deja una flor en el sombrero desvencijado y roto. Es un dibujo de esperanza, piensa. Es un dibujo de amor.

Del esquivo Bansky: http://www.banksy.co.uk/outdoors/outusa/horizontal_1.htm
Hay domingos que pasa repasando colores y útiles. No le gusta quedarse sin cobalto en el preciso momento que decide pintar un cielo, por ejemplo. Sería muy engorroso no tener preparado el rosa chicle para las pompas del ídem de la niña que se balancea en el columpio. Agita los spray para comprobar que no se terminarán en la próxima pintada. Amarillo de verano, naranja de sol, verde de oasis, negro de tristeza. Luego, la ropa. Paula, si sale los fines de semana, se viste de negro riguroso. El color de la elegancia, piensa, divertida.

Y hay sábados que sale de madrugada, vestida de negro, recogido su pelo pajizo en un pasamontañas. No se dedica a robar bancos, Paula. No. Pero siente en el pecho un pájaro díscolo que revolotea, las piernas se le vuelven flan, la garganta se le seca y las manos se le quedan frías. Será la emoción, reflexiona. La mochila se la pone a la espalda y ya está lista. Los sábados, sale de madrugada y recorre las calles de la ciudad, buscando y buscando. Aunque pasea de día, los espacios, los rincones, las formas son diferentes cuando la noche se precipita. Los volúmenes de un banco, por ejemplo. O las curvas atrevidas de una columna en la estación de ferrocarril. Busca y elige con cuidado dónde aplicar su plantilla. Los edificios la guían, aún recuerda con una sonrisa aquél hastial grisáceo en el que dejó colgado a un niño en un globo multicolor. O las escaleras de aquel parque, convertidos los peldaños en olas. Y el patio interior de una comunidad, sucio, feo, y desangelado, que convirtió poco a poco y con riesgo en un circo con fieras, equilibristas y payasos buenos. Sí, ese es el gran secreto de Paula. Es grafitera.

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