¡Extra, extra!


Muñecas rusas, imagen tomada de Wikipedia
Aunque los rumores nunca se sepan de donde es que provienen, aunque la leyenda suela fraguarse en garitos a altas horas de la noche o a esas horas impúdicas en las que mejor estaríamos durmiendo la siesta, hay ocasiones en las que te toca el dudoso honor de asistir, perplejo e impotente, al nacimiento de una historia descabellada basada, de refilón, en un hecho real.

Ocurrió una mañana de domingo, no sé por qué decidí escuchar esa emisora y no otra, quizás porque no pude sintonizar ninguna más a pesar de pulsar una y otra vez y otra (casi frenéticamente) el botón de búsqueda.
El programa tenía nombre castizo, uno de esos  lemas que juegan con la muletilla del lugar; y el locutor lanzaba chistes, bromas y adivinanzas con el reclamo (siempre apetitoso) de una longaniza, un pastel de manzana y una ración de chanfaina (así no hay quien se resista). Estos programas locales son graciosos, me dije. La música no era como para quedarte embobado pensando en arias ni en óperas ni en cómo se llama ese lugar donde la luz se mece entre los trigales. Pero entretiene algo, mejor esto que nada (defecto: nunca pude estar en absoluto silencio si no es para aprender algo de memoria). Los oyentes llamaban; una niña lo hizo tres veces seguidas con la insistente perseverancia de la primera infancia (¿familia o fan de la manzana?) y aquello se ponía interesante, que si que tenían en común un francés, un inglés y un español, que si no me gusta que en los toros te pongas la minifalda. Y de pronto, bum. La noticia. El notición. El locutor o periodista, el que estaba al pie del micrófono, junto al teléfono transmisor de información, informó. Nos ha llamado alguien que dice que nos conoce aunque nosotros no sabemos quién es (sí, cierto, esto daba pistas) y nos cuenta que han llegado de Rusia unos cuantos jóvenes ayer, que se lo han pasado de fábula, que saludemos a Pepi y a Juan, los profes de Bachillerato porque qué bien que se lo han pasado.
Y una canción en medio de esas de dame lo tuyo, toma lo mío o algo así. El locutor o informador o esa persona que está a los mandos de la emisora en ese momento, ha tenido tiempo de discurrir. Y, aunque no tiene ni idea de quién ha llamado, piensa que ya sabe qué ocurre. Qué bien que han llegado estos rusos aquí, a pasar unos días. Qué bueno. Qué maravilla. Y empieza a buscar palabras rusas en Google y a decirlas, divertido y contento, porque hay que ver qué proyección tenemos que vienen los rusos. Y otra canción en medio, por la raja de tu falda, y vuelta. Seguro que han venido para ver las maravillas que hacemos aquí. Pues bienvenidos. Y en ruso, también. Que os lo paséis de miedo. Que aquí hay mucho que ver. Que habéis hecho bien en quedaros y no en iros a la capital que eso es un barullo. Y pon otra canción. Ea.

Uno, que asiste entre atónito y divertido, porque al fin y a la postre, no tiene importancia. Pero es que. Si no fuese porque uno sabe que un curso de bachillerato de un centro educativo ha vuelto de un viaje a Moscú, tal vez hasta hubiese creído en las maravillas que han venido a ver los rusos. En fin.

Llegados a este punto, uno ya no sabe si lo que oye en la radio, ve en la tele, lee en internet o en los periódicos resulta ser un juego de muñecas rusas. Cada una de ellas guarda dentro de sí una muñequita cada vez más pequeña, y la última suele ser tan minúscula como un meñique. Uno ya no sabe.

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