Una de piratas

Pirata abandonado, de Jessie Willcox Smith



No era la primera vez pero sospechaba que sería la última. Había jugado sus cartas como tahúr experimentado: seducir con la promesa de jugosos botines y nuevas aventuras, hacer notar a la tripulación que el capitán era dios, sí, pero un dios envejecido y torpe. Fue en la madrugada de una noche sin luna; todo parecía estar de su parte cuando posó el filo de la daga española en el gaznate de Morgan. No estaba dormido, empero. De súbito, en su costado izquierdo sintió la hoja de un sable sarraceno y supo que el timonel, un tipo cuarentón calvo y desdentado, forjado en el mar de las Antillas, le había traicionado. No fue el único; varios tripulantes habían actuado de espías para Morgan. Cuida siempre tu costado, marinerito de agua dulce, le recordó mientras tres de ellos se abalanzaban sobre él, desarmándolo y atándolo con fiereza al palo mayor. Olvidaste mirar atrás y descuidaste el flanco, marinerito. No aguantaba más las palabras de aquel viejo borracho que lo recogió siendo un chiquillo ratero en Porsthmouth.

No era la primera vez, pero la sospecha se convertía en certeza a medida que el sol  calentaba la arena y hacía espejear el mar. Rodeado de agua, en aquel atolón desértico y plano, aguardaba la muerte como castigo por la sublevación. Y él, que había servido bien al pirata, él, pirata a su vez, que había abordado galeras y carabelas en todos los mares conocidos, conocía que este era su fin. No había querido colgarlo, el maldito. No, no quiero que se manche El Temido con la mierda de las gaviotas cuando vengan a comer.  Quedarás abandonado a tu suerte en esa estrecha franja de tierra en la que ni siquiera se posan las aves del mar. Así tendrás tiempo de pensar, marinerito. De pensar y de arrepentirte antes de pudrirte en el infierno. O de hacerte a la idea de lo que es. Y la risa cruel de Morgan barrió la cubierta del bajel.

Calculaba que tendría unos veintiséis o veintisiete años; era un muerto de hambre que no sabía manejarse en tierra y que soñaba con ser capitán. Morgan está viejo y lo sabe. Pero no dejará el mando de El Temido sin ayuda. No le hubiera matado ni le hubiese dejado morir en medio de la nada. Le hubiese robado el barco, al hideputa. A fin de cuentas, todo lo que sé lo aprendí de él. El arte de marear. De robar. De saquear. De tomar lo que se me ofrece y lo que no se me ofrece. Y él me avisó. Un pirata no ha de mostrar debilidad alguna, porque si no está acabado: aprende esto bien, marinerito. Odiaba que lo llamara así. Ya no era el chicuelo de doce años que se coló en la bodega de El Temido huyendo de la miseria para encontrar otra vida distinta pero igual de miserable.

No recuerda si alguna vez quiso dejar la piratería. Tampoco hubiese podido, no tenía adonde ir. A decir de las mujeres de taberna era guapo y buen mozo, pero todas decían lo mismo si había monedas de por medio. No sabía hacer otra cosa que perseguir,  desvalijar, herir y rematar, gastar y emborracharse. Una sola vez se encaprichó de una mujer morena, de ojos verdes, carácter endiablado y curvas del demonio. Una sola vez y apenas una vez gozó de ella. Era demasiado hermosa para un pirata de tres al cuarto, sin barco ni tripulación, ni tesoro a la vista. Así que Morgan se hizo cargo y ella se contentó con el negocio.

No era la primera vez pero sí sabía que era la tasa correspondiente a motín y sedición contra el capitán. Aunque el supiese que El Temido necesitaba otro hombre más joven y fuerte, con más agallas y arrojo para perseguir botines en cualquier mar, en el más lejano. No contaba con que también a él lo venderían. Cerrados los ojos, la cabeza entre las rodillas, aguarda. El sol hace espejear el mar, la arena reverbera y el aire parece amarillo mientras el pirata espera.

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