Aún no sé por qué, 4

 

Una cafetería, para entretener el tiempo
Comenzó como un juego. Coleccionar conversaciones parecía buen entretenimiento para una mujer que trabajaba sola y cobraba por la compañía. El resto del tiempo, en el apartamento, la soledad la mataba de a poco colándose por los poros de su piel y huía, entregándose a paseos compulsivos que no la llevaban a ninguna parte o a todas. Fue así como descubrió que le gustaba aquella cafetería, sentarse en una mesa cualquiera rodeada de la calidez de los murmullos ajenos; las palabras de otras personas que contaban una mentira, una película, un te quiero, una anécdota, una ridiculez, un cotilleo, el argumento de una novela, la novela de una vida entera. Había palabras necias pero ella no hacía oídos sordos, pues le parecía muy triste que se perdieran en el olvido; escuchaba pues, y luego, con una caligrafía torpe y redonda, anotaba en una libreta fragmentos de aquellas conversaciones robadas, trozos de diálogos mantenidos en la intimidad que rescataba del olvido para leérselos cuando el apartamento estaba a oscuras y el dinero por la compañía era difícil, y sombrío.

Una platea
La cafetería era una platea desde la que mirar el ir y venir de las gentes y se estaba bien, observando, resguardada de la vida que es muy dulce y que es muy perra y que duele, parapetada tras el silencio, presta a escuchar, a robar versos insospechados, crucigramas resueltos en voz alta, el punto de tristeza de los ojos de los otros solitarios que se sientan solos a leer las páginas grises de los diarios.
Hace un par de meses, en una mañana de sábado o domingo, en la cafetería rodeada por un río de gente con el periódico y el pan para comer en familia abrazados, ella se despojó de la boina gris y del abrigo marrón, cruzando las piernas en una pose que, (esperaba ella) imitó a la perfección el cruce espectacular de piernas de Ava, el animal más bello del mundo.
La taza blanca estaba caliente, había pocas personas en el café: una pareja de novios bebiéndose el uno al otro, un hombre bebiendo amargura con anís en la barra, el camarero, un muchacho moreno, bien formado, (apuntaba Adares desde su poema prendido en la pared) bebiéndola con los ojos, y un solitario embebido en las hojas tristes de un diario. Entonces, la puerta de La Platea se abrió y entró él, ese hombre.
La rutina comenzó
No recuerda por qué decidió que sería él y no otro. No lo recuerda, pero tal vez fueron sus manos, la desorientación de sus ojos marrones detrás de las gafas empañadas o su caminar de soldado viejo, pareciera que retornara de una batalla, herido y lúcido, secretamente dolido de muerte. No lo recuerda, pero sí cómo se acercó a la barra y le pidió al camarero un café solo, por favor y cómo se quedó leyendo, de pie y concentrado, como si no existiese nada más en el mundo, el poema del viejo poeta que está en la pared, y cómo después, bebió el café, apurado, y se dirigió hasta la puerta y la abrió y entonces, reparó en ella, o tal vez en sus piernas cruzadas a lo Ava o en la mirada de ella que se había adherido a él, a su ropa, a su pelo, a sus manos, e inclinó la cabeza, Señora, y salió a la calle. Treinta segundos después, ella comenzó con la rutina de todos los días. 

Fotos de Mª. Antonia Moreno

Comentarios

Isabel Barceló Chico ha dicho que…
Hay que ver lo bien que describes esta historia. Un abrazo, querida amiga.