Remedios, 9


De pronto, la mano de Remedios toca algo que no es ni suave ni áspero, algo que parece de papel pero que es más grueso, con la consistencia de una cartulina escolar pero más pequeña, como una tarjeta de visita. Una nota, piensa emocionada, mientras acaricia el descubrimiento. A Remedios, la mente la lleva a otros tiempos, no puede remediarlo. Quizás no quiera saber la verdad de lo que ha encontrado, porque y si es una tarjeta del hotel, como los bombones que a veces ponen en el embozo o los caramelos de fresa que alguna vez se ha encontrado sobre la almohada. En una ocasión, hasta le regalaron un libro de poemas de la biblioteca del hotel. ¿Es para mí? Había preguntado, gratamente sorprendida, a recepción a través del teléfono. Sí, es para usted. La biblioteca del hotel está formada por los libros olvidados de los clientes, doña Remedios, así que, de vez en cuando, regalamos ejemplares que están duplicados a los clientes más selectos. Cortesía del hotel, doña Remedios. Remedios no pudo evitar preguntarse cómo es que ella era cliente selecta del establecimiento, si ése era el primer invierno después de su golpe de suerte y, por tanto, la primera vez que se hospedaba en el hotel. Pero al fin su faceta de bibliotecaria triunfó y no dejó de asombrarse de la pericia de los directivos, primero biblioteca y ahora regalo. Al término de sus vacaciones, había olvidado cuidadosamente su ejemplar de Veinte poemas de amor y una canción desesperada sobre la mesilla de noche, con la secreta esperanza de que formase parte de esa biblioteca especial y que las manos de un amante necesitado de versos lo acogiesen. A fin de cuentas, ella tenía el suyo en casa y no concebía que nadie pudiese vivir sin alimentarse con aquellos palabras, quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos.
Pero la mente de Remedios viaja aún más lejos. Entonces tenía dos coletas sujetas por sendos lazos que solían ser rojos o azules, a juego con el uniforme escolar del colegio de monjas (de ahí que a Remedios se le haya quedado en el ADN el repetido ay, señor, cuando se sofoca o altera, pero eso sí, en minúscula). Se sentaba junto al pupitre de una niña que murió tempranamente de meningitis, Teófila se llamaba la pobre, se dice Remedios, sin caer en la cuenta de que su nombre no tiene nada que envidiarle. Teófila y Remedios acostumbraban a pasarse notas a escondidas; notas garabateadas a escondidas en las que sólo se podían ver palabras ininteligibles que ni ellas mismas entendían, preocupadas por Sor Elena y Sor Angustias, que vigilaban las clases como halcones enlutados. En aquellas notas se citaban para volver juntas del colegio a casa y, aunque las dos tenían acordado el paseo desde por la mañana, no dejaban de enviarse aquellos recados emborronados; entre atemorizadas a ser pilladas por las aves negras y blancas custodias de la moral de los demonios de nueve años y la emoción de una aventura pequeña, pero a fin de cuentas, aventura.
Y si ese pedazo de cartulina es una tarjeta de visita de ese hombre que se dedica a calentar camas. O un trozo de papel o cartón arrancado de cualquier parte, en el que se puede leer, quiero verte otra vez, o, en ninguna cama he estado mejor que cuando caliento la tuya. Ay, señor. (Ya estás otra vez, Remedios. El ADN).
Temblorosa, se incorpora y queda sentada en el borde de la cama. Ha capturado entre sus manos el trozo de cartulina (o de cartón) y lo guarda, como si fuese un pajarillo asustado. Pasan los minutos y su cama se enfría, pero ella no. Con cuidado, para que no se escape, extrae el pedazo de cartulina (es cartulina, definitivamente), y lee:
Gracias.
Huenupan.

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