Remedios, 8


El desayuno le sienta bien, a Remedios. Le sienta bien y le remueve los adentros, perdida como anda esta mañana plata y azul de diciembre. Han transcurrido veinte días del último mes de la década, y Remedios, que sabe que tiene que volver a Valencia más temprano que tarde, se resiste, sin embargo, a marchar aún. Debería estar en casa antes de Nochebuena, piensa por enésima vez. Debería, pero Remedios está un poco harta del deber y el hacer y el tener. Y así, confusa y dubitativa y un tanto avergonzada (el episodio con Irene le produce cosquilleos y temblores sólo de evocarlo), sube a la habitación para recostarse un rato, ya que apenas ha dormido en la noche y se siente fatigada y afligida a partes iguales. Ella, que quería saber, simplemente, quién era. Quién era, quién es. Cómo se llama. Si tiene el pelo negro o castaño oscuro. Si volverá hoy también. Si calienta más camas, amén de la suya. Simplemente. Transcurre parte de la mañana recostada en el sillón, con la tele encendida y sintonizado un programa matinal de esos en los que la periodista (una chica joven y monísima que no parece cumplir sino descumplir) tan pronto hace gimnasia rítmica, que tararea una copla, que baila una salsa o hace bacalao al pil pil con un mandil rojo de sevillana y olé. No le echa cuentas, Remedios. No deja de pensar en tantas cosas. El pasado se le mezcla con el presente. El deseo de saber con el deseo de olvidar. La añoranza. El desaliento. El darse cuenta de lo sola que está.
Ya son las doce cuando retira el cartel de No molestar del tirador de la puerta, vaya, la camarera pensará que he tenido una aventura, se dice, entre sorprendida de la idea y la sorpresa de que el pensamiento no la sorprenda. Vaya, pues si no soy tan vieja, y esa certeza, sin saber muy bien por qué, la alegra y la entristece.
El día se le pasa callejeando, como de costumbre. Mirando los escaparates y eligiendo regalos para su hermana Lola y para Luisito. Una corbata de seda roja. Unos pantalones desgastados de esos que antes llevaban los mineros a la mina o los jornaleros (ay que ver pagar tanto por unos rotos y unos deslucidos, en esto se ve que no soy de esta generación). Un bolso de piel. Unos zapatos. Un reloj. Los ojos. Y el brillo. Y mi cama, que no huele a él pero que atesora su tibieza. Ya está, Remedios. Se te va la cabeza y el alma a la noche anterior. No estás a lo que estás. Ni siquiera la llamada de tu hermana hace que vuelvas en ti. ¿Cuándo volverás, Reme? (No soporta que la llame Reme. Pero qué va a hacer, la pobre. No le va a dar un disgusto a estas alturas, que no me llames así, que no lo aguanto. Y me lo dices ahora, que tienes 57 y yo 60. No habrás tenido días, chica. Se lo imagina tal cual) ¿Cuándo vuelves, Reme? Que hoy es 20. Que siempre vuelves el 20 y hoy no vuelves. Te noto rara. Reme, que te noto extraña. No sé qué te pasa pero no eres la misma, Reme.
Come en el Mac Donalds que está frente Atocha, y tras engullir, distraída y cavilosa, una hamburguesa con queso y doble de patatas con cocacola extra grande, da un paseo por la estación, admirando los árboles y a las gentes agotadas que esperan la salida del tren o la llegada del amor. Quién sabe. A Remedios le gusta recordar otros tiempos, cuando no le había tocado la lotería, ni siquiera tenía trabajo, pero era joven, tanto, que todo podía suceder. Cuando la vida era un mapa en blanco en el que había zonas sin delimitar, islotes sin nombrar, y los escollos sólo eran una sospecha. Será por eso que ha comido en el restaurante de comida rápida. Quizás es que Remedios no sabe apreciar las cosas buenas de la vida, las sábanas de algodón egipcio, la comida desestructurada, un buen vino. Aunque donde estén unas buenas lentejas, que se quite la hamburguesa, decide, en una cafetería de la estación, tomando su habitual chocolate de las cinco.
Y luego, paseo arriba, paseo abajo, ha entrado en un par de librerías y en un par de corseterías de las de antes, en Princesa y Preciados, y ha rebuscado entre la ropa interior asombrada y divertida, los lazos, los colores, los encajes, las transparencias, los aros, los rellenos, los efectos. 

Ahora, cena tranquila en el hotel una tortilla con espárragos y un consomé al jerez que se parece al caldo de cocido que se toma los domingos en su casa de Valencia. Un consomé y una tortilla, comida de enfermo, porque no se siente bien, aunque tampoco se siente mal. Tiene razón Lola. Se siente rara. Y, después, una tila, porque está nerviosa, porque se acerca la hora, porque sabe que a las once y media él (seguro que es él, pero cualquiera se lo pregunta a Irene o a su sustituto) saldrá de la habitación dejando su calor en la cama, sí, pero no podrá verle los ojos, porque un despiste es un despiste y dos como que ya es mucho. A las once y treinta y uno, Remedios abre la puerta de la habitación, rogando que el despistado sea él y que hoy, al mirarse a los ojos, algo, una brisa, un aroma, un dios menor que los esté observando (Remedios es poco dada a las beaterías), cualquier cosa, haga que él se detenga un instante. Y, a lo mejor, hasta le dirige un gesto imperceptible con la cabeza, a modo de saludo. Quizás. Entra en el cuarto, Remedios. Avanza deprisa, no sin antes dar la luz, no quiere que las sombras le roben ni un solo detalle. Llega hasta la cama y comprueba que él es muy profesional. Mucho. Remedios siente el desaliento que se le viene encima como una tormenta tropical (y eso que nunca ha estado en El Caribe). Se sienta en el borde de la cama. Se tumba. Su mano izquierda queda debajo de la almohada y de pronto. 

Fotografía de Wikipedia. ¿Estará por ahí Remedios?

Comentarios

Xibeliuss ha dicho que…
¡Ay, cómo nos dejas!
Todos deberíamos mantener espacios en blanco en el mapa de nuestras vidas. Siempre algo por descubrir y por lo que jugársela.
Espero impaciente.
Abrazos