El amor o algo así

Si fuese hombre y revisor del tren y me gustasen las mujeres, me enamoraría a cada traqueteo. La otra mañana compartí viajes, lecturas e imágenes en apenas medio metro, si acaso, si acaso, sesenta centímetros. 
Un estrecho pasillo me separaba de dos jóvenes muy hermosas. Tenían apenas dieciocho años y se les notaba en su piel limpia y en los estallidos (repentinos y alegres) de  sus carcajadas. Una de ellas llevaba un moño como al desgaire, esos moños que las jóvenes muchachas tardan más de media hora en componerse ante el espejo (o en descomponerse), mechones sueltos, cabellos graciosamente retorcidos. Los ojos chispeaban y la boca, generosa y reidora no dejaba de moverse, acompañando el vaivén de sus manos. La otra meneaba una melena más bien corta, de puntas rizadas y vestía cazadora de plástico, bambas rosas, vaqueros grises y camisa a cuadros amarillos (el look completo de la cadena sueca Hombre y Mujer, Hennes and Mauritz). Era muy bonita. Tenía un lunar en la comisura de los labios finos y tersos, como son los labios de una joven muchacha. Hablaban de novios, de amigos, de amigas. Consultaban el móvil una y otra vez, enviaban sms una y otra vez y se leían la una a la otra mensajes de novios, de amigas, de amigos. Sobre la mesita precaria del tren descansaba un ejemplar en papel: Travesuras de la niña mala, del maestro Vargas Llosa.
Enfrente de mí, un matrimonio inglés trasteaba en un libro electrónico. Ella, con los ojos enmarcados por el cansancio, le miraba a él. Y él, con los ojos viejos y el aspecto juvenil del que va por la vida sin equipajes innecesarios, leía y la miraba a ella. Ella, una mujer de cincuenta que se adivinaba con pasado interesante, vestía un anorak blanco y un pañuelo negro. Ella, había alcanzado a pintarse sombras rosas en los párpados. Y miraba cómo leía él un tratado de botánica (al menos eso parecía, por los dibujos de las plantas).
Justo a mi izquierda, una chica veinteañera con andares de bailarina llega, se desembaraza de la boina de lana negra (adornada con piedras de fantasía) y sacude una melena castaña con mechas rubias. Completa el atuendo unas zapatillas estampadas en marrón y negro, una falda corta de vuelo, unas medias negras y una blusa que insinúa pero que no muestra, también negra y marrón. Abre el ordenador, vigila su móvil, revisa su bolso, escribe en el ordenador, mueve su cabello, se observa en la ventanilla, lee atentamente en el móvil. Sus ojos son claros y hambrientos de amor, parece una Lucrecia Borgia viajando a través del tiempo. Alta, delgada, bailarina.
Y, justo a mi izquierda, una mujer cuarentona lee una novela de aventuras. Lleva un chaquetón gris sobre las rodillas y pasa las páginas deprisa, una a una, y otra y otra, mientras el tren traquetea y la luz cambia. 
Si fuese hombre y me gustasen las mujeres y trabajase en el tren, me enamoraría una y otra vez. Y otra. 

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