¿Me llevas?, 12

La historia viene de aquí
Me senté en la arena y la observé. Se había quedado quieta, las olas golpeando la retaguardia y yo, en la postura de un boy scout expectante, reconociendo el terreno. De pronto se dio la vuelta y enfiló las olas, aguardando la siguiente, preparada. Entró de cabeza y, si bien no era una sirena (las sirenas son rubias y se llaman Darylh Hannah) fue algo de lo más hermoso que he visto nunca.

Nadó y descansó, y yo, quieto, en la arena blanca que refulgía como una casa de un pueblo andaluz; el sol quemándome en la espalda, muerto de sed y de un hambre que no se saciaría con comida normal. Al rato salió escurriéndose la melena entre sus manos delgadas y se dejó caer a mi lado, en la arena ardiente. Un chaparrón de agua de mar me refrescó el ánimo. ¿Cómo es que no te bañas? Dijiste que te apetecía, me acusó en voz baja como si estuviésemos en medio de una multitud. Bajé la cabeza, avergonzado. El bañador… Y ella, que me miraba sin entender, cayó en la cuenta y su risa de agua le llenó la boca, ya me parecía, ya… ¡eres un caso!
Minutos después subíamos las escaleras de camino al coche. Qué bien se está en esta playa, ¿verdad? Sí, le dije. Y en el primer repecho, le tomé la mano como niño que roba un caramelo de fresa, ¿por qué no volvemos?
Pertrechados con mi bañador y una nevera portátil que me mostró como si fuese un tesoro, (¿ves? ahora vamos a comer y a beber algo, y si quieres, podemos dormir un poco); volvimos a nuestra isla desierta.
La playa estaba bordeada de cuevas creadas por la acción del mar y del viento. En un extremo había una cueva pequeñita que debía anegarse cuando la marea estuviese alta. Fuimos y nos sentamos en las rocas, con los pies en el agua, Lola abrió el arcón del tesoro y sacó queso y melocotones. El pan lo tienes en esa bolsa, me indicó con un ademán. ¿Quieres agua o cerveza? Yo la miraba embobado porque cada instante que pasaba me enamoraba como un becerro. Me da igual, contesté encogiendo los hombros. ¿Cómo es eso? Me preguntó, repentinamente seria. No debería darte igual. Hay que elegir. Siempre. Se quiere una cosa u otra. No puede darte igual estar aquí, que no estar aquí. Comer queso o no comer. No puedes decir que te da igual.
Me preocupé otra vez. No estaba hablando de mí, lo sabía. Pero quería estar con ella y no quería que se enfadase. No conocía los mecanismos de alerta, ni las señales de peligro, no sabía cómo proceder sin equivocarme y eso, me mantenía en un estado excepcional que era como un vahído que iba y venía, y que no estaba seguro de que me gustase. Una cerveza, contesté, mirándola intensamente. Aquí la tienes, y bajó los ojos, repentinamente avergonzada. No me hagas caso, Ernesto.
Comimos y bebimos en silencio. Nunca había probado nada igual. Los embates del mar nos azotaban las piernas, la cerveza estaba fresca y amarga y los melocotones eran el verano; naranjas, cálidos, suaves y olorosos.
Fue entonces cuando entré en el agua. Tenía mucho calor y necesitaba despejar la cabeza; y no mirarla por unos momentos, hacerlo me confundía, me desconcertaba los sentidos. El agua, esmeralda y fría, me desembarazó el calor pero no los sentimientos. Regresé a la cueva; había recogido todo y había metido la nevera en una grieta de la roca. Se había tumbado encima de una toalla y me dijo, anda, ven a dormir un poco.
Acostados los dos, apoyó la cabeza en mi pecho, que estaba mojado. Yo, tiritaba. ¿Tienes frío?, inquirió, mientras se alzaba sobre un codo. Un poco, y de pronto, sus labios buscaron los míos en un beso que debió ser como el primer beso entre Adán y Eva, si es que existieron alguna vez. En el techo de la cueva había un agujero por el que se colaba el cielo.

El cielo, colándose en una cueva de Beliche. Foto de Mª. Antonia Moreno.

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