¿Me llevas?, 11

La historia viene de aquí

Pero ahora estamos los dos instalados en aquel verano de hace más de veinte años, bajándonos del coche y dispuestos a descender el casi centenar de escalones hasta Beliche; la cala hermosa de arena blanca como la harina, donde no se veían coches, ni carreteras, ni edificios; rodeada de acantilados que atesoraban cuevas frescas y misteriosas; bañada por un mar increíblemente frío y azul, el mar más azul y más frío que yo haya conocido nunca. El fin del mundo.


Al aire libre, Lola pareció recuperar parte del aplomo que dejó entrever cuando me recogió en la gasolinera y comencé a aprender en ese instante el delicioso y complejo mundo que habita en toda mujer: una maraña de sentimientos, dudas y sutilezas muy difíciles de percibir y de aprehender; como el aroma a magnolio florecido que se desvanece en una mañana al sol.

Bajaba delante de mí los escalones que eran demasiado altos y espaciados; me fijé entonces en su espalda, cubierta apenas por una camiseta de algodón amarilla, y no pude por menos de notar el vaivén de su faldita celeste y su caminar de muchacha joven, aunque ya no lo era. No, no era joven, pero no era mayor; en algún momento de ese día me susurró una cifra que ni de lejos hubiese acertado nunca; a mí se me antojaba perfecta, con una belleza en su justo sazón.

Nada más llegar a la arena comenzó a correr como una chiquilla mientras se deshacía de la camiseta y de la falda y de las zapatillas amarillas de loneta que quedaron atrás, como dos animalillos angustiados por el calor. Me quedé mirándola. No podía apartar mis ojos de ella por dos razones, una por el espectáculo que ofrecía su cuerpo apenas cubierto por un minúsculo biquini verde flúor y otra, porque en ese momento caí en la cuenta de que me había dejado el bañador en el petate (uno de esos bañadores horribles que llevábamos todos en los 80; un slip bicolor), cociéndose dentro del maletero del Fiesta.Para entonces, ella había entrado en el agua y me hacía gestos para que hiciera otro tanto. Si cierro los ojos nos veo. A ella y a mí, que no sabía dónde meterme, la playa casi desierta (entonces no estaba el chiringuito de teca, ni las hordas de domingueros con nevera y balones que descubrí años después) y ella correteando entre las olas. Recogí su ropa y miré en derredor. Era casi como si hubiésemos naufragado en una isla; tan sólo había una pareja tumbada al sol en el extremo de la playa, y un hombre que había comenzado a subir la escalera de vuelta a la civilización. Entonces se me vino encima una certeza. No hubiese querido estar en otro lugar por nada del mundo.

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*Fotos de Mª. Antonia Moreno. Los acantilados de Beliche y una cueva en la playa, Lagos.

Comentarios

Xibeliuss ha dicho que…
¡Ay, naufrago ingenuo!:)
Abrazos
María Antonia Moreno ha dicho que…
Ingenuo ingenuo... no sé yo...
un abrazo, Xibeliuss