Charlotte

15 de marzo de 1855

Desde la ventana de la pequeña rectoría Charlotte mira hacia el páramo. Sin embargo, parece no advertir el brezo rosáceo, ni las campánulas blancas. Está de pie, esta mañana de marzo, junto a una ventana de la sala y su mirada se dirige hacia el horizonte y el cielo. Pero no ve las hilachas blancas en que se han convertido las nubes, ni el sol redondo y amarillo que calienta las piedras grisáceas. Tampoco advierte que el viento, el inseparable compañero de abismos pétreos y humanos, se ha calmado unos instantes dejando paso a una calma infinita que presagia tormenta. Charlotte se está mirando adentro. Recuerda.
Recuerda los poemas escritos con sus hermanos, las historias que fabularon cuando eran niños y podían imaginar mundos enteros, donde los buenos siempre vencían a los malos. Eran seis y sólo quedó ella. La dura, la tenaz, la práctica y ambiciosa Charlotte. Qué sola se ha sentido a veces.
Ahora no es el caso. Ahora, ella mira a través de la ventana de su interior y trae de la mano a Jane, la fea, enclenque y débil Jane Eyre, que resultó ser fuerte, decidida y valiente, merecedora de todo el amor del mundo. También la ronda la insignificante e increíble Lucy Snowe, quizás más parecida a ella misma. Pobre Lucy Snowe. Siempre aguardando la caridad de los otros. La atención de los demás. El amor no correspondido. Pero Jane… ah… eso es otra cosa. Aunque el héroe esté viejo, enfermo y cansado, al menos la ama, siempre la amó. Pero Lucy… qué tristeza de privaciones y de alegrías. Y de amores imposibles. De eso entiende un poco Charlotte y quisiera olvidarlo. Limpiar el espejo de su vida como quien quita telarañas del desván, con enérgicos movimientos.
El miedo a que todo salga mal la persigue. Los temores de su padre le quitan el sueño; no el malestar propio de mujer, como quiere hacerles creer a él y a su marido. Y, sin embargo, tiene miedo. Ya es mayor y la enfermedad que se llevó a sus hermanos la persigue, como un fantasma encerrado en la torre. Y si todo sale mal. Y si al final, es Lucy y no Jane.
No hay árboles. No hay vegetación exuberante en los páramos que rodean la casita cuadrada. Sólo roquedos desnudos y plantas resistentes, apegadas a la tierra, con fuerza suficiente para defenderse bien de humanos, bestias y condiciones climatológicas. Ninguna flor aérea sobrevive mucho tiempo en el páramo. La belleza se marchita y muere. Charlotte sabe que sólo algunas flores silvestres, las nacidas de matas con raíces bien hundidas entre las rocas, en los desfiladeros, tienen una pizca de esperanza.
Por eso, y aunque no se puede hablar de lo que le pasa, está aterrorizada.
No en vano lleva en su interior un nenúfar hermoso que vuela, imperceptiblemente prendido de su vientre. En el tiempo en el que vive, ninguna mujer habla de esto que le ocurre. Pero tiene un miedo cerval. Porque, quizás, el nenúfar sea demasiado hermoso para sobrevivir en el páramo.
Y todas las noches, cuando el viento azota ventanas y puertas, Charlotte habla con sus hermanos, y les pide, por favor, que cuiden de su nenúfar. Por favor.

Comentarios

Xibeliuss ha dicho que…
No es extraño su miedo: el páramo no es buen lugar para los nenúfares.
Una vez más, un ambiente perfectamente definido a través del personaje. Uno alimenta al otro.
Un abrazo
Isabel Barceló Chico ha dicho que…
Preciosa evocación, intensa, delicada e inquietante al mismo tiempo. ¡Ay, la soledad del páramo...! Un abrazo.
María Antonia Moreno ha dicho que…
Gracias, amigos. Estoy escribiendo estas evocaciones sobre las Brönte (ya hice lo propio con Austen). Es que estoy en una fase de leer todo lo que escribieron y, claro, eso influye...
Un abrazo