Una gota, 3 y fin

Los millones de gotas de agua comienzan a moverse en un remolino vertiginoso de vuelo de pájaros o llovizna pertinaz y salvaje. La nuestra es arrastrada con las demás, y sí, inicia un viaje; un viaje de conductos y turbinas, de pequeños y grandes saltos de agua, un viaje aterrador en el que se siente aplastada, estrujada, conducida. Y al fin, sale por un agujero muy pequeño en compañía de otras gotas a las que casi no tiene tiempo de saludar, ¿de dónde vienes? Más allá de las montañas, de un país que… ¡¡¡¡¡¡adiós!!!!!!
Nuestra gota ha llegado al fin; se desliza en un tobogán recto y algo empinado. Se balancea en la punta de un trampolín curioso. Cae, poco a poco, y se cuelga de un asidero curvo, que, ahora que permanece en él unos segundos, percibe cálido. Vuelve a precipitarse y resbala sobre una superficie increíblemente blanca y mojada, que se mueve y se estremece y con un giro, la gota se queda en otra porción blanda de curva cerrada. Y ahí se queda. Es curioso. Se siente absorbida, asimilada, por este cuerpo (intuye que eso ha de ser, qué si no; no hay nada que se le parezca) que la ha recibido como lo hizo la nube nimbo: sin preguntar. Qué sensación. Y la gota de lluvia, ahora dulce y tibia, se siente bien, agradecida. Es este un paisaje que nunca avistó desde la nube. Un paisaje pleno de simas, hondonadas y valles; blanco y terso, que huele a limpio y a húmedo, como la hierba.
Y nuestra gota de agua piensa que ha tenido suerte mientras se deshace en millones de partículas.

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