El alcalde se llamaba Romualdo de Areces, apasionado de los buenos trajes y de los mejores coches. Jamás le habíamos imaginado en bici. Jamás le habíamos visto en otro vehículo que no fuese un automóvil de lujo; alemán o italiano. Insólito. Tan sólo, alguna que otra noche, en ese momento impreciso en el que el sol exprime su zumo de granada, habíamos observado que salía a caminar, solo y reflexivo; quizás a pasear la soledad habitual de todo dirigente. Pero esa mañana de domingo, Romualdo de Areces llegó al pueblo subido a una bicicleta, casi sin aliento, la faz colorada como si le hubiese dado un golpe de calor, la corbata volando sobre su hombro derecho y con una expresión nueva en sus ojos.
Sus ojos no tenían nada de particular; eran unos ojos amarronados y chicos, cuando se reía se convertían en ranuras de máquinas tragaperras y las pestañas, cortas, enhiestas y canas, no ayudaban en la composición del cuadro. Sin embargo, en esos momentos, pudimos ver algo nuevo en ellos. Estaban abiertos como claraboyas de desván.
Dejó la bicicleta (era roja, con cambios automáticos) apoyada en el murete, junto a la iglesia y la casa de don Ramón, el farmacéutico, quien salía por la puerta con su nieta Eloísa. Eloísa apretó la mano del abuelo. Quieta, niña. Ni nos va, ni nos viene.
Romualdo temblaba como los álamos de la ribera en invierno, desarbolado su orgullo de hombre, su inspiración de alcalde. Se quitó la corbata gris perla, se pasó las manos por el pelo encrespado una, dos, tres, cuatro veces. Se sentó en el suelo y empezó a murmurar con aires de letanía. Mi coche. Mi coche. Mi coche.
Comentarios
Sigo tu relato con atención como niña junto al fuego.
Besines
Ya veremos... con este alcalde nunca se sabe.
Besos