Padre Pistolas, 9


Gertrudis no tiene muy claro cuál será la contestación. No le pide nada, sólo le ofrece. Lleva un tiempo acariciando la idea de marcharse y dejar atrás a la chica nueva, al imberbe informático y a su jefe nuevo, don Juan, o John o como quiera que se llame. Tiene un dinerillo ahorrado y en México (se dice) también necesitarán administrativos. Pero ha de aguardar. Con el paso de las semanas, no es el Padre Pistolas lo que la incita a seguir escribiendo. Es la promesa de otra vida, lejos de las oficinas, de las críticas burlonas y de sus días repetitivos. Ella lo sabe, pero no quiere pensarlo. De momento, sigue escribiendo. Luego, ya se verá.
Hay un hombre moreno y grande, que luce un bigote espeso y que se llama Manuel. Quiso ser bombero o astronauta, pero heredó el taxi de su padre y se puso a conducir de forma natural, sin pensárselo mucho. Cincuentón, no encuentra a la mujer que quiera estar con él, no sabe si porque es demasiado grande (mide más de 195 centímetros) o porque es demasiado pequeño (conduce un taxi. Y bien, hay que hacerlo. Pero no es gran cosa. No es algo importante).
Junto a su parada habitual, hay un monstruoso edificio de oficinas. Pues, mira, él prefiere ser taxista a trabajar en uno de esos sitios en los que la gente ni se conoce. A pesar de los atascos, y de las obras interminables de Madrid. Es un hombre observador, Manuel. Le gusta leer novelas en el taxi, y los periódicos, pero no se cree nada de lo que pone en las páginas grises. De vez en cuando, levanta la vista de lo que está leyendo y musita, están todos locos. Manuel, que es un hombre observador, se ha fijado desde hace semanas en una mujer que sale, a eso de las 6, del edificio de oficinas. Es muy pequeñita, parece una muñeca, buenas piernas, elegante. Se mueve como bailando, no parece tocar el suelo; como si se hallase en cualquier otro lugar, muy lejos, donde la realidad no pudiera alcanzarla. Nunca coge un taxi, se marcha calle abajo caminando, así que no tiene muchas posibilidades de saber nada más de ella, ni como tiene los ojos, ni cómo es el timbre de su voz. La voz es muy importante a la hora de conocer a alguien. Dice mucho de la persona.
Hoy es lunes, y Gertrudis ha metido (disciplinadamente) la carta en su bolso de mano gris. Va vestida de gris perla, a juego con el día, es octubre y parece que va a llover. Las 6 llegan pronto, y Gertrudis baja las escaleras apresurada. Tiene que ir a la oficina de Correos y está a punto de empezar a llover. Y se ha teñido el sábado, y el pelo lo tiene muy bien. En el portal del edificio hay un espejo en el que Gertrudis se examina. El pelo bien, el traje no demasiado arrugado. Pero, ay. Llueve muchísimo. No tiene paraguas, y aunque lo tuviese, sería inútil, porque las ráfagas de agua parecen llegar por todas partes, empujadas por un viento huracanado. Desde el portal, otea la calle y ve su salvación. Un taxi libre. Bien, Gertrudis no es amiga de derroches. Si puedes caminar, para qué vas a montarte en un autobús. Si puedes subir a un autobús, para qué vas a coger un taxi. Etcétera. Pero esto es distinto. También es práctica, a su manera, cierto, pero práctica. Y se sube al taxi.

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