Padre Pistolas, 8

Gertrudis lo escucha con los cascos y los ojos entornados. Ha llegado la hora de comer y se ha quedado sola en la oficina. Nadie puede molestarla. No canta demasiado bien, para el gusto de nuestra Gertrudis. Pero la voz es cálida y profunda. Y, de pronto, se emociona.
La semana entera se le va a Gertrudis tratando de decidir qué hacer. No sabe cómo va a continuar su vida ahora, cuando ha descubierto a un héroe que lucha por la gente pobre de un modo tan vehemente. Ella, que siempre guardó las formas, ha contestado mal a la chica nueva. Qué, Gertrudis, cómo va eso. La había interpelado el miércoles, a media mañana. ¿Qué novelón te estás comiendo ahora, porque no te comes ni una rosca? El novelón lo tienes tú en mitad de la cara, guapa, le espetó Gertrudis. ¿Qué? Que no se te puede mirar hoy a la cara, chica. Que asustas, le respondió Gertrudis en tono guasón. Y al informático jovenzuelo. ¿Qué, Gertrudis? ¿Ya dominas el corta y pega? ¿Y tú? ¿Ya dominas a tu cosita? ¿Qué? Pues eso, que te preocupes de lo tuyo y que me olvides, majetón. El asombro no les cabía en el cuerpo.
Por fin llega el viernes y ella ha tomado una decisión. Le escribirá. Quiere saber más de él. Podría mandarle un correo electrónico, pero la búsqueda ha sido infructuosa, no sabe su dirección. Tampoco se atrevería a hacerlo en el trabajo, y si alguien se da cuenta y le ofrece la excusa perfecta para despedirla de una vez por todas. Pues anda que no le tienen ganas.
Pero sí que sabe la parroquia en la que oficia y el pueblo, y el sacerdote es él, que es la autoridad máxima allí, porque si no fuese por él, allí no habría ni ley ni orden. Y le apetece escribir cartas. No de amor, no. Él ha consagrado su vida a Dios y a los demás. Serán cartas de amistad. Cómo le gustaría viajar y verle. Pero primero, un paso, y luego, otro.
Los domingos de Gertrudis han cambiado un tanto. Otro efecto colateral o principal. Después de comer, con una taza de café alegrada con unas gotitas de coñac, escribe a Alfredo Gallegos Lara. Le escribe muy concienzudamente, primero un borrador, que corrige con sus aires de eficiente secretaria. Lo pule aquí y allá. Lo pasa a limpio, cuidando de no olvidarse de los acentos ni de cometer ninguna falta de concordancia. Después, coge el perfume de lavanda que, desde tiempo inmemorial, es su perfume y pulveriza unos chorritos en el aire con la mano derecha mientras que, con la izquierda, agita la hoja que volará a México. La pliega y la mete en el sobre, y lo cierra con cuidado. Lo deposita en el mueble de la entrada. Los lunes, después del trabajo, se acerca a la oficina de Correos para pagar el franqueo correspondiente. Es que a veces pesa más, otras, menos. Porque se ha atrevido a ponerle una flor seca o una rama de tomillo oloroso. Ya le ha escrito 6 cartas y han pasado otras tantas semanas. No hay contestación, pero Gertrudis no se amilana. Tal vez ha de pasar más tiempo aún, o es que él anda tan ocupado, de viaje por esos caminos, pacificando a las gentes. Cuando regrese, leerá todas mis cartas y me contestará.

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