Padre Pistolas, 4


Pues sí, Gertrudis se fue a Madrid muy jovencita, y encontró trabajo en las oficinas de un concesionario de coches de marca gala, avalada por sus buenas formas, su espléndida presencia (discreta, pulcra y fina) y sus conocimientos de mecanografía y francés. Don Venancio, su jefe, la puso en la antesala de su despacho, para que le filtrase las llamadas, despachase su correspondencia y mantuviese al día su agenda. Era una mujer, ya entonces, incorruptible y de mirada limpia, con un aire de responsabilidad y eficiencia que le granjeó la confianza de Don Venancio, mujeriego impenitente. Ella era la que le recordaba los cumpleaños de sus sucesivas queridas, (sobrinas, señorita Gertrudis, sobrinas) y ordenaba rosas rojas o blancas, según el estado de las relaciones. También le susurraba la fecha de la onomástica de su señora, doña Violeta, y compraba para ella un anillo o una pulsera de oro, para que le perdonase más rápido la cana al aire de turno a don Venancio. Era una mujer respetable, ya entonces, con sus trajes chaqueta limpios y planchados, de falda recta por debajo de la rodilla y de colores sobrios, azules, negros y marrones (que disimulaban muy bien las manchas inoportunas) y que dejaban ver sus espléndidas pantorrillas. Era una mujer respetable, y doña Violeta la llamaba para desahogarse con ella, porque sabía que Gertrudis nunca sería la querida de su esposo, (tú no, cariño, tú no, pero de ninguna otra me fío, este carcamal me está matando) y ella, escuchaba y consolaba, escuchaba y recordaba, escuchaba y callaba, y así se fue forjando una imagen de mujer seria, responsable y absolutamente predecible que la ha perseguido hasta hoy y que a veces ella misma (sólo en algunos momentos, cuando no está del todo bien) se cuestiona. Tenía asegurado el trabajo porque era fija, fija de las de antes, contrato blindado y todo eso, o sea, si el jefe cierra por quiebra, enfermedad, jubilación o similar, a la calle, y si, por ventura, uno de sus hijos se hiciese cargo de la concesión, ya veríamos si no había mobbing o burn out o algo de eso que a Gertrudis le parecía una marca de refresco energético americano y no algo serio.
El caso es que don Venancio llegó a la edad de la jubilación más casquivano que nunca y pletórico de energías para gastar con la amiguita correspondiente, pero tenía dos hijos, una chica que se casó en Nueva York con un magnate de la prensa (a Gertrudis todavía le duele que no la invitasen a la boda, ni don Venancio, ni doña Violeta; aunque tuvieron el detalle de pasarle la lista de bodas que la pipiola había puesto en una tienda exclusiva del barrio de Salamanca y en una tienda súper exclusiva de Manhattan. Le compró un cenicero. Gertrudis, a la pipiola), y un chico que ya era un hombre (o debiera serlo) que había estudiado un master de Dirección de Empresas y Recursos Humanos en Boston (qué manía con los americanos. Si los coches son franceses, se decía Gertrudis) que había decidido tomar las riendas del negocio y darle descanso a su atribulado padre que, de pronto y por sorpresa, se había visto en Sotogrande con doña Violeta, jugando al golf y apartado de las malas compañías por imperativo filial.
Imagen tomada de Wikipedia

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