Padre Pistolas, 10

Manuel no puede creer en su suerte. Justo acaba de llegar y se monta ella. Tiene los ojos castaños y es menuda, delgada como una muñeca, pero hay algo en ella fuerte y directo, sincero y leal.
A la oficina de Correos más próxima, por favor. Y Manuel, allá que la lleva, buscando en su magín alguna frase acertada, alguna pregunta atinada u observación inteligente. Porque ya sabe cómo es el timbre de su voz y cómo son sus ojos. Y ahora quiere saber otras cosas de ella. Cosas importantes.
Sin embargo, Manuel no es que lo que se dice un hombre de verbo fácil. Observador sí, pero hablador, lo que se dice hablador, no. Su carácter, unido a un inexplicable nerviosismo que le estrangula la garganta, le impide pronunciar palabra. Conduce silencioso, resignado ya a dejar pasar esta oportunidad. Quizá otro día habrá otra, piensa. Igual de insospechada que ésta. Pero en su fuero interno, lo duda.
Gertrudis va ensimismada, mirando por la ventanilla el agua que empapa a las personas y a las cosas. La oficina de Correos está muy cerca de su casa, así que no tiene intención de derrochar más dinero del necesario. De pronto, se siente muy cansada. Todo esto, para qué. Por instantes, duda.
Ante la oficina, el taxi se detiene y Manuel sólo acierta a decir, ya llegamos, y le sale la voz ronca y espesa, como si hubiese estado durmiendo mucho tiempo. Gertrudis ya está preparada para salir, repuesta de su flojera circunstancial. En el trayecto, para ir acortando trámites, ha sacado la billetera. Ésta es otra de esas cosas inadvertidas que precipitará muchas otras cosas.
Le abona a Manuel la carrera y él se queda tristón, y encima, se llama tonto. Pero qué pensabas. ¿Que la princesa iba a montar en tu taxi y a enamorarse de ti? Qué mayor eres y qué tonto.
Gertrudis sale del taxi con una media sonrisa. Vaya un bigote que se gasta el taxista. Últimamente está viendo algún que otro bigote de esos que a ella le gustan. Manuel aguarda unos segundos, la ve entrar en la oficina y, acto seguido, se va. Ella, en el ínterin, busca y rebusca en su bolso gris perla la carta que ha de enviar mientras el empleado de Correos la observa, entre escéptico y paciente. La ha perdido. No está. Pero ha estado ahí todo el día, lo ha comprobado varias veces, la última, cuando salió de trabajar, antes de subir al taxi… ¡El taxi! Se le ha debido de caer cuando sacó la cartera. Ella y sus prisas. Pero si nadie la espera en el piso, por dios. En fin, suspira Gertrudis, con media sonrisa pintada en la cara. Parece que se perdió.
Gertrudis llega al edificio donde está su pisito, un 5º sin ascensor y, por primera vez, se siente cansada y le da una infinita pereza subir tantas escaleras. Tarda mucho, más de la cuenta, y mientras sube uno, dos, tres, diez peldaños y ya va un tramo y a por el segundo, cavila lo que ha ocurrido. Para cuando llega a casa, han pasado más de diez minutos en los que ha decidido no escribirle más a Alfredo. Para qué. No necesita mi ayuda, es un hombre bien bragado, el sacerdote.
Sin preocuparse de su traje ni de su peinado, se deja caer en el sofá y, con ella, caen varias piedras al suelo. Gertrudis no se inmuta. Está muy cansada y cierra los ojos.

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