Poza natural o microcosmos particular

El sitio en cuestión está encajado entre piedras, en un cañón angosto y profundo. Los años y el negocio han hecho el resto: chiringuito de piedra con muchas mesas y sombras (de chapa y arbóreas), escaleras para bajar y una especie de alero que la rodea. Lo que falta lo hacemos los seres humanos; que es ver una gota de agua una tarde de calor, y lanzarnos (literal) de cabeza al charco.
Así estaba la poza una tarde de domingo, que no cabía ni un alfiler y menos mal que mientras unos llegaban otros se iban retirando; que si no, no sé cómo hubiéramos terminado, como cerdos en un revolcadero. Pues bien, unos se iban y otros venían, algunos, después del baño en las frescas aguas (eso sí, frescas y limpias, ese mérito no vamos a quitárselo) nos dedicábamos a la contemplación de lo divino y lo humano (no, no nos vamos a engañar; básicamente de lo humano), con las piernas en el agua y el trasero aplanado en la piedra caliente.
Como en muchas pozas, charcas, lagos y embalses, el lugar en concreto dispone de una piedra más o menos alta que sobresale a una altura respetable (por algo el agua discurre entre el callejón pétreo del que hablábamos antes). Una turba de chiquillería en plena adolescencia se disputa el honor de encaramarse a ella, para, entre el regocijo y el jaleo de los demás, lanzarse al agua estilo bomba, perrito, o ángel de la muerte, emulando los famosos saltos de Río de Janeiro. Siempre hay alguno o alguna que titubea, que cavila si tirarse o no tirarse, porque canguelo da, y el lanzarse o no supone risas y algazara y si te subes a la piedra y luego va y resulta que dices, mira no, que está muy alto, que se tire tu tía esa que se fue a América, la rechifla puede durar hasta el verano que viene o más allá. Esa tarde de domingo, los mozalbetes están grabándose unos a otros la cara de patos (imagino) que ponen al brincar como gacelas u osos torpones al agua. Hay un chico que titubea. Está muy alto, tío. Venga, anda, no seas niña, no seas marica (qué tendrán que ver unas cosas con la otra), no seas, no seas, tírate ya, tírate ya. El chico, tras unos minutos en que todos, los de la cuadrilla y el resto de los que estábamos allí reunidos, en torno al agua como si fuese el altar de sacrificio del cordero pascual (o sea, como doscientos, así, a bulto) hacíamos apuestas, nos deshacíamos en calificaciones están locos, estos críos, qué necesidad, se tira, no se tira, este se tira; el chico, decide que no, que lo sentía mucho, pero que aquello estaba muy alto y que no le daba la gana y punto. Mira tú por dónde, un chico inteligente. Justo cuando piensas que la pandilla borreguil iba a ganar la partida.
Más allá, unos novios jovencitos se dan crema bronceadora el uno al otro (es un decir, la crema es lo de menos). Ella tiene la envergadura de una diosa pintada por Rubens y un collar de pinchos en el cuello que no le queda muy bien a sus carnes blancas y abundantes, la verdad. Se abraza al chico (más enjuto pero igual de blanco) con sus piernas y temo por él. No, parece que ha salido indemne.
Muy cerca de aquí, hay un niño que no deja de tiritar y no deja de bañarse. Tiene frío, pero el deseo de estar en el agua es tan grande, que puede con lo demás. Le castañetean los dientes. Que alguien le obligue a salir, por favor. Ya. Ahí está, pequeño, moreno y mojado, temblando en una toalla azul. Lo de las toallas tiene guasa. Al otro lado de la poza hay dos niños, hermanos, niño y niña para ser exactos. Les han cubierto con unas toallas con capucha, como ponchos. Ella parece una sirena y él un pulpo verde y amarillo. El trauma no se les va a pasar hasta los 30.
Me voy ya. Hay un revuelo cerca del puente de piedra. Dos pandillas enfrentadas, unos más mayores, otros andarán por los dieciséis, poco más. Mientras un amigo sujeta al de dieciséis para que no le vaya encima al valentón que es el doble de grande y le llevará dos o tres años, el chulo en cuestión agarra una piedra y se la tira, aprovechando. Siempre hay alguien que aprovecha que estás despistado para arreártela. Lecciones te da la vida. Se disuelve la pelea antes de empezar. Unos suben al chiringuito, a sentarse mientras fuman y comen helados. Los mayores no están y el chicuelo (Moro, le dicen) tampoco. Al rato aparece, la cara desencajada, los labios magullados, el ojo derecho medio cerrado. Los amigos se levantan y le abrazan. Parece que buscó pelea, y salió escaldado. Después de unos minutos, se van todos, el Moro tapado con una toalla que se ha puesto en la cabeza (para que no se le vea la cara y para llamar la atención escandalosamente). No busques pelea con uno más grande que tú. Lecciones que da la vida.
Aún hace calor y sigue yéndose una gente y sigue llegando otra, como en un eterno ciclo de reproducción. Un niño rubio ayuda a regar a la señora del bar los árboles, con una regadera verde. Una pareja llevan pañuelos de colores en la cabeza y a mí se me viene a la mente la peli de Thelma y Louise. Hay un descapotable en la carretera, qué caliente tiene que estar el cuero. Se termina el domingo. Dejo atrás la poza natural, el microcosmos particular.

Comentarios