Padre Pistolas, 3

Frivolidades, devaneos y debilidades se permitía alguna que otra más Gertrudis, y una de ellas era leer la prensa meticulosamente y creerse, a pies juntillas, lo que ponía en esas hojas grises. Otra, era la lectura de los suplementos dominicales, sobre todo, las revistas del corazón y de otras vísceras, y se congratulaba con lo mona que estaba una y la otra, y se escandalizaba con el último divorcio sangriento y, sin solución de continuidad, se deleitaba con las imágenes de cualquier paisaje, fuese este humano o natural (de naturaleza. Humana o de la otra). No lo podía evitar. Era un entretenimiento más y una forma de dilatar el tiempo en el que empezar, continuar o finalizar la lectura de la novela que estuviese leyendo. Así los domingos se aseguraba de que la historia le alcanzara hasta el momento de cerrar los ojos, ya en la cama, después de haber retirado la colcha y, mientras pasaba la última página y la desazón o la felicidad (según le hubiese ido la vida a los protagonistas) se le pintaba en el rostro, se dormía. En algún momento de la semana laboral, Gertrudis hacía un hueco para acercarse a la librería o a la biblioteca del barrio, y allí, se proveía de alimento fresco. Todo controlado.
Sin embargo, últimamente, a Gertrudis le estaban ocurriendo un montón de cosas que hacían que su vida no fuera tan apacible como en años pasados. Y este montón de cosas se podían resumir en dos que se bifurcaban en otras y en otras y en otras y todo parecía un lío. Gertrudis se fue a Madrid y se olvidó de la pequeña ciudad de provincias en la que a nadie le importaba, y se desentendió de las amistades que había hecho hasta entonces. O más bien, sus amistades (las chicas que había ido conociendo en la escuela, en el instituto, en la academia de mecanografía y en la academia de francés) se habían ido desentendiendo de ella a medida que se fueron casando o marchando a Barcelona, a Madrid o a otro lugar para trabajar, y ella sólo pudo desentenderse a su vez cuando decidió poner tierra de por medio. Que la distancia de la tierra fuera de 70 kilómetros no tenía importancia, la barrera psicológica es lo importante (calibraba Gertrudis). Y es que todas ellas se habían acercado en algún momento de esos en los que se sentían solas, o en el que el novio las había dejado, o en el que eran las nuevas en la escuela, en el instituto, en la academia de mecanografía y en la academia de francés. Y Gertrudis era, como si dijésemos, un peldaño en la escalera de sus vidas, hasta que conocían a las verdaderas amigas, encantadoras y guapas, o al novio nuevo, o al trabajo espectacular.

Imagen tomada de Wikipedia, entrada Escalera de mano.

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