Alquilamos todo. Todo lo que no podemos poseer. La casa en la playa. Unos años más o menos. Unos centímetros de menos o de más. Alquilamos todo aquello que no podemos tener. Un amor imposible. Una caricia bastarda, una risa. Lo alquilamos. Hasta los japoneses alquilan perros para pasear. Tienen unas casas tan pequeñas, que ni siquiera un perro de una pulgada cabe en ellas, así que no lo tienen. Pero lo desean. No por la mascota en sí, no por establecer lazos de afecto, vivencias compartidas, días en común. Anhelan pasear con el perro por la playa artificial y sentarse en una terraza de un bar en el que admiten perros. Desean vestir a un perro con vaqueros y camiseta y llevarlo en un cochecito de bebé. Eso quieren. Pero no pueden tenerlo, así que lo alquilan. De la misma manera otros alquilan besos, caricias, quereres bastardos. Porque no pueden tenerlos. Sin caer en la cuenta.
No podemos alquilar sonrisas, besos bastardos. Porque, al igual que el perrito alquilado, inevitablemente llega la noche, o el día, y ya no están con nosotros. Sólo nosotros con nosotros mismos.
No podemos alquilar sonrisas, besos bastardos. Porque, al igual que el perrito alquilado, inevitablemente llega la noche, o el día, y ya no están con nosotros. Sólo nosotros con nosotros mismos.
Comentarios
Lo que me angustia de verdad, al hilo de tu comentario, es que cada vez estamos más dispuestos a alquilarnos; algunos por necesidad, otros, y ya sería el colmo, por indolencia, por dejarse llevar, por asumirlo todo sin preguntarse nada, por convertir sus mentes y sus conciencias, y todo lo demás que nos conforme, en mercancía supeditada al vaivén del mercado.
Besos desde el Sur.
Ce