La chica pez

Era una tarde desocupada, de esas en las que caminas por la ciudad y observas a la gente que va y viene; una tarde indolente en la que entras y sales de tiendas de ropa y, al final, compras una camiseta o una blusa imposible, que no te hacen falta, que no te quedan bien y que descambiarás en un par de días.
La tienda era una de esas que son iguales en todos los sitios, ya sea A Coruña, Albacete o Madrid. Con maniquíes de pelo largo, muñecas delgadísimas que adelantan la cadera en un gesto insoportablemente erótico, si no fuese porque son de plástico, o tal vez, por eso. Las niñas revoloteaban como pequeñas mariposas o moscas zumbonas entre los estantes, eligiendo shorts minúsculos y tops brillantes. No sé por qué entré, tal vez porque la tienda en cuestión me divierte; las dependientas que parecen modelos o actrices de una serie de televisión, las niñas jovencitas que cargan entre sus brazos un montón de chaquetas con flecos y sin flecos, blusas largas y cortas que enseñan el ombligo, minifaldas vaqueras y grandes cinturones, aspirantes en un casting.
Di un par de vueltas, admirando camisas, pantalones de tiro incómodamente bajo y zapatos de doce centímetros que rivalizaban con bailarinas extraplanas de un insoportable color limón. Precisamente, tenía entre mis manos un par, cuando alguien me tocó en el hombro. Me giré y, de sopetón, me encontré cara a cara con ella.
Ella y yo nos habíamos conocido en otra ciudad y otro tiempo distintos, habíamos compartido chismes y lecturas, risas y complicidades hasta que la vida y nosotras mismas nos encargamos de distanciarnos. Yo había pensado en ella unas cuantas veces desde entonces, pensamientos que giraban en torno al desencanto y a la tristeza; al fin aquello no había resistido, como no resisten las hojas de un árbol caduco, ni el verano efímero que se rinde ante los primeros fríos de un desapacible otoño. Pero aquello ya había quedado lejos, y allí estábamos las dos, en una tienda de adolescentes, mirándonos a los ojos, yo, con incredulidad curiosa, ella, con una extraña expresión.
El caso es que ella fue la primera en lanzarse a parlotear, cómo estas, qué haces aquí, en qué trabajas, cómo te fue la vida, se ve que te trató bien, qué planes tienes, qué fue de aquello, por dónde andas. Yo asistí a la andanada de preguntas cada vez más incómoda, cada vez con menos deseos de preguntar a mi vez. Bien, ya ves, en lo mío, bien, bueno, vivir, pues… no fue, por aquí.
Me miraba con los ojos cada vez más abiertos (aquellos ojos de pez extraviados) y me disculpé, perdona, lo siento, he quedado, que te vaya bien, me alegró de verte.
Salí de la tienda como el diablo que no quiere el alma que se le ofrece. Alma de pez, pensé, mientras me reía, sola, en la calle llena de gente. Qué pesadilla.
En el café ocupé mi mesa habitual, una mesa redonda junto a una columna. El bar es un sitio cálido y acogedor que se llena de madres con bebés porque no está permitido fumar y, así, en una tarde cualquiera, una tarde como esa, los niños corretean entre las mesas mientras las madres charlan y los demás mortales hacemos lo que podemos para que pasen al servicio con el carro, la bolsa, el bebé de dos meses y la niña de dos años que antes, en un descuido, ha llegado hasta ti, te ha sacado la lengua y se ha llevado la cucharilla con la que tienes previsto remover la manzanilla.
Alejé de mí el recuerdo de la incansable charla de la chica pez y, un poco confundida, me pregunté cómo fue que en otro tiempo me gustara escucharla hablar, cómo fue que sus gracias me hicieran reír, dónde fue que se fueron la complicidad y la risa.
Me levanté, regresaba a casa. Al ir a coger el billetero negro y plata (un capricho que había adquirido en una tienda de una ciudad portuaria), advertí que la cremallera del bolso estaba abierta, mostrando las fauces del gigante negro que acarreo a cuestas todos los días y que devora cuanto encuentra; pendientes huérfanos, gomas de pelo, gomas de borrar, bolígrafos que no tienen tinta y otros que la tienen y la pierden, inundando los pañuelos de papel y los recibos del banco y el calendario de hace siete años que guardé ya no sé por qué motivo, quizás porque el niño que salía en él aquel año me parecía mono y hoy me parece increíblemente cursi. El caso es que, agitada, comencé a rebuscar y a dar vueltas a todo el contenido, optando finalmente por descargar todas mis pertenencias, una a una sobre la barra blanca del bar, ante la mirada escéptica de la camarera que, de pronto, no parecía acordarse de mí, de mí, que casi todas las semanas acudía a la cafetería y leía el periódico y me tomaba una infusión, o un café con leche y bromeaba con los niños y me iba, pagando religiosamente y sin protestar.
Me han robado, dije para mí. Me han robado, le dije a la camarera. Me han robado.
El trance del pago lo solventé gracias a mi particular desastre; en el fondo del bolso encontré un par de monedas sueltas y salí a toda prisa a la calle, bloqueé tarjetas, hice memoria y pensé en lo que llevaba en aquel billetero decorado con mi pin-up favorita, la genuina Betty Boop. Tarjetas de crédito, la sanitaria, carnés de biblioteca, tarjetas descuento, tiques de supermercados y tiendas de ropa, tarjetas de visita mías y ajenas, dos sobres vacíos de azúcar porque me gustaban las citas que venían escritas, veintitantos euros. Se habían llevado todo eso y me habían dejado una cierta desolación, combinada con desengaño e impotencia; no había visto nada, no había oído nada, me habían engañado y yo, había dejado hacer, sin oponer la mínima resistencia.
El trayecto a la comisaría se me hizo corto, ensimismada, repasando una y otra vez el itinerario, las acciones, las personas y los modos. Debía haber sido en la tienda, repleta de muchachitas voraces de moda de usar y tirar, debía haber sido en la tienda, cuando me encontré con mi antigua amiga y me distraje, y el bolso bandolera quedó, por un momento, a mi espalda, a merced de la primera ladrona o el primer ladrón que pasaron por allí.
Apenas esperé unos minutos en la sala. Me recibió un inspector metido de lleno en la cuarentena; correcto y amable, lucía una incipiente barriga que no sé si sería cervecera o feliz, y que no se parecía en nada a los policías de la tele, tan atractivos y tan bordes. Puse una denuncia y explicité que creía que había sido en la tienda, en el lugar donde había estado más distraída, pero que no había visto nada, no había oído nada, no había sentido nada.
-¿Y cómo dice que se escribe la muñequita que adorna su billetero, señora?
-Betty Boop, le indiqué, divertida a mi pesar. B O O P, deletreé despacio.
-Bien, gracias, eso es todo. Lea y, si está de acuerdo, firme.
Firmé y me fui, pensando que nunca más vería a mi Betty Boop, ni mis documentos, que de seguro yacerían ya en cualquier contenedor.
Pasaron un par de semanas. Renové tarjetas, carné de identidad y carnés de biblioteca. Me olvidé un poco. Hasta que un lunes, inopinadamente, recibí una llamada de un número que no conocía.
-Le llamamos de comisaría, señora. Ha aparecido su DNI.
-Pero si ya tengo otro…
-Ha de acudir igualmente, señora, por si identificase a la persona que le sustrajo su DNI.

Volví, pues, a la comisaría. En quince días, era la tercera vez que pasaba por allí. El guardia que estaba en recepción me dijo que subiera al piso primero. Allí, el inspector que seguía el caso me tendió un papel con fotografías en blanco y negro.
-¿Reconoce a alguien? ¿Vio a alguna de estas mujeres en la tienda?
No contesté. Eran nueve fotografías de nueve mujeres. Las había de todas las edades y etnias, pero eso no era sorprendente. Lo que me dejó sin habla fue que una de ellas, la tercera por la derecha, retrataba a una chica de mi edad, con el pelo corto y los ojos y la boca tan abiertos, que se parecía a un pez. A una trucha, quizás.
-¿Señora? ¿Reconoce a alguna?
-No,
le dije. No, a ninguna. No las había visto en mi vida.
Y, sí. La chica pez.

Comentarios

Carla ha dicho que…
¡Hola! Genial tu entrada. Sospeché de la chica pez justo en el bar... pero aun así no acababa de creérmelo, como en las mejores historias de intriga. ¿¿Realmente ocurrió?? ¡creo que yo no habría sido tan buena con la criatura!

Por cierto, tal vez ya ni te acuerdes de mi. Carla, la bibliopiscina durante el verano... jajaja ¿Ahora sí? Que sepas que te leo muy a menudo, aunque a veces paso sin decir ni "mu", pero cada vez me atrapas con tus textos.

Un abrazo
María Antonia Moreno ha dicho que…
Hola, Carla, bienvenida.
Sí que me acuerdo, por supuesto.
Me alegra que te guste.
No, por supuesto que no ocurrió, es puritita ficción.

Ven siempre que quieras y, ya sabes, tienes todo el derecho a decir o no...
Un abrazo