Era una bibliotecaria más, 1*

El zarpazo del otoño me golpea en la frente, las bocas de los canalones derraman lluvia sobre la plaza. Estos días son así. De pronto, el gris y el blanco se alternan con el azul; de pronto un arco iris cálido se prende en las copas de los árboles. Las hojas maduras se desploman, ya lo dijo el poeta que mejor cantó al extravío del amor (sentir que no la tengo, pensar que la he perdido). De igual modo alabó el pan, el mar, la alcachofa… a tantas cosas hermosas que nos rodean y no advertimos.

Los últimos días de este octubre alborotado y melancólico me han sorprendido atareada y confusa, entre libros viejos carne de expurgo y libros por estrenar que huelen a asesinatos y a romances. Es curioso. Me gusta respirar el aroma del papel y tinta nuevos, dicen mucho de un relato. No es lo mismo un manual de medicina que una novela de Agatha Christie. El champán y los guantes de piel de cabritilla de Cianuro espumoso no huelen igual que los recuerdos verdes de asépticos hospitales. Es extraño. Octubre se agota, parece caer sobre la hierba junto a las hojas naranjas y yo no sé qué hacer con esta información que heredé y que jamás sospeché que existiera. Quisiera detenerme por un tiempo, hojearme, ordenar mis pensamientos por orden alfabético, conseguir que mis sentimientos se clasificaran según el Sistema Decimal, catalogar mis emociones por materias rigurosas y trabajar con presteza en la labor interrumpida de mi predecesora. Cualquiera diría que soy bibliotecaria, qué momentos desordenados estoy viviendo. Pero quién iba a pensar. Quién iba a creer. Y sin embargo.

Era una mujer normal, ni alta ni baja, mayor, soltera, sin hijos ni gato, no sabía hacer calceta, nunca aprendió la receta de la tarta de limón, le gustaba la bachata y rodearse de jóvenes, en fin, una bibliotecaria que cumplió 65. Entonces llegó la jubilación como jaguar que acecha al gamo, vendió la casa, subastó los muebles, regaló los geranios, compró una furgoneta del color de las violetas y se marchó a darle una vuelta al mundo. La fuerza se la daban las cicatrices del alma, como le ocurría a la Ava Gadner de Mogambo. Por lo demás, normal, no le gustaban los susurros, las dobles intenciones, ni los halagos fáciles. Adoraba el aroma a tabaco negro, a tierra, a bebé, a manzana. Cumplió 65 y se fue a revolver el mundo, pero esa es otra historia, la que me ocupa (he de ser ordenada, primero la A y la B y luego la C) sucedió antes, aunque yo la descubrí mucho después.

Esta biblioteca me ha cobijado en los tiempos fríos en los que se me heló el corazón y en aquellos otros en los que anhelaba encontrar respuestas a mi algarabía interior. También guardé en ella las risas a destiempo, las confidencias entre amigas y mi primer beso: fue en el número 7, entre la pintura del Renacimiento, a espaldas del fútbol, acariciando mis manos un librillo de dibujo técnico. Es por eso que me hice bibliotecaria, creo. También por ella, que me regaló lecturas atinadas y sonrisas sin medida. Yo admiraba a esa mujer, se me antojaba una bruja buena, un hada madrina que concedía palabras para aliviar tormentos y celebrar alegrías. Años después se estrenaron Chocolat y Amelié y mi fascinación por la bibliotecaria aumentó. Ella, en cierto modo, era la pastelera del pequeño pueblo francés y la mujer ingenua que ayudaba a los demás a ser felices, descuidando su propia felicidad. Yo venía a la biblioteca a hacer como que estudiaba, la mayoría de las veces a leer frente a un ventanal enorme que da a la plaza de mi pueblo y a espiar sus idas y venidas. Ahora, que el otoño pasa deprisa dejando charcos y certezas quebradas en el suelo, miro la misma plaza, con el templete airoso en medio, refugio de palomas y enamorados. Quizás me hice bibliotecaria por las largas charlas que tuvimos, ella sonriente, dejando a un lado de mi mesa libros de amores, de aventuras y de crímenes (los tres temas que me interesaban por entonces), libros culpables de mis estremecimientos bajo las sábanas, de mi insomnio y de la comparación injusta (quizás si me hubiesen besado junto a la poesía, entre Neruda y Salinas…).
*Publicado en la revista Mi Biblioteca. Nº 13, Vol. 4, Málaga: Fundación Alonso Quijano, 2008. Pp. 39-41.

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