Olvidar. (El blog de Sara, XVII)

La puerta que se cerró en la pensión no volvió a abrirse más. Él no volvió por el supermercado, no volvió a esperarme calle arriba, calle abajo. No volvió. Yo sí lo busqué con los ojos de aquella noche, calle abajo, calle arriba. Me alegré por él. Hubiera sufrido demasiado junto a una mujer llena de cicatrices recientes. Por mí no fui capaz de alegrarme, adiviné la renuncia de algo único, inocente, precioso. Algo que podría haberme salvado de mi isla de dolor. Lancé la botella al mar cual naufrago angustiado y no quise salir de la cueva y subir a la lancha.
En la tienda se repetía la misma secuencia una y otra vez, como si fuésemos figurantes de una película mala; el director no daba por buena ni una sola de las tomas. Ni una. Mª. Isabel se crecía escena tras escena mientras Cecilia se empequeñecía con cada golpe de claqueta. Lástima que no estuviese por allí Bogart y no quedase, ni siquiera, París. O la bellísima Audrey, para recordarnos que en Tiffany’s no puede pasar nada malo. Claro que no vendíamos diamantes: nos lo recordaba a cada instante Mª. Isabel, los ojos rojos, la boca fruncida como hilván, la vena palpitante, las palabras hirientes dirigidas a Cecilia; qué haces ahí parada como un monigote, vaya pinta tienes, has visto qué facha, pareces idiota. Tampoco entonces salí en su defensa. Desarrollé un instinto especial para no escuchar más de lo necesario, para no ver más de lo imprescindible, para que no me afectara. Lo que ocurre es que es tan difícil desconectar. Desenchufar la cámara y que el piloto rojo se apague. Parece que lo logras, imperturbable, el gesto serio, la mirada más allá de las estanterías, fija en el horizonte, tal vez en la línea de la costa donde se escapó una mujer, quizás la que abandonó la bata bicolor vieja para huir a un mar escarlata. Pero no. Después de tantos años recuerdo mi silencio obstinado, los gritos machacones de Mª. Isabel, la mirada baja de Cecilia y la complicidad de Luisa y Tere, imágenes fijas de cine en blanco y negro. Y han pasado más de veinte años. Tanto tiempo, que de aquella mujer airada ya no queda nada, excepto los minutos doloridos que se empeñan en regresar y aquel comportamiento extraño que es tan ajeno a mí que me perturba. Porque nunca después he podido quedarme callada ante una injusticia. Será porque enmudecí demasiado y no lo he superado todavía.
Creía tener el monopolio del sufrimiento y me equivoqué, no podía ser de otra manera. Ahora Cecilia es una mujer de ojos vivarachos que habla mucho y escruta los rostros de los demás buscando aprobación. Qué daría yo por saber que consiguió recuperar la estima hacia si misma, que descartó los insultos y la rabia, que cayó en la cuenta que ella no tenía la culpa, no. Que era una niña y que Mª. Isabel se sobrepasó. Y que yo no la ayudé, no estaba allí, mi mirada fija en otros océanos apesadumbrados, lejos, muy lejos y, sin embargo, cerca, tan cerca, que no consigo olvidar.

Comentarios

Sirena Varada ha dicho que…
Qué dura es Sara con ella misma... qué crueles los arrepentimientos, fantasmas que se vuelven contra uno.

(Disculpa que haga tantos comentarios, como quien escribe a pie de página, pero es que me encanta subrayar y escribir notas en los libros que me gustan)
María Antonia Moreno ha dicho que…
Me encanta que lo hagas. Muchas, muchas gracias.