No. (El blog de Sara, XIII)

Es más fácil el sí. Decir no cuesta un mundo, sobre todo cuando intentas pasar desapercibida porque no tienes fuerzas para rebelarte. O cuando estás instalada en un conformismo dulce que actúa como colchón de tus desilusiones. Pero sucede que llega el momento en que anhelas la rebelión, todo tu cuerpo la pide. Tu alma, escondida en algún recoveco de ese cuerpo que se ha unido a la insumisión, la reclama. Las cicatrices de tu corazón pican, como si estuviesen curando, pero aún no.
Mª. Isabel intentó dominarme igual que a las demás, o, para ser exactos, igual que a Cecilia. Pero le salió mal la jugada. Los primeros días me había callado, dándole la espalda y dejándola chillar como alma que lleva el diablo al infierno más aterrador. Pero esa mañana. Ay.
Estábamos terminando de cambiarnos, pasaban unos minutos de las ocho y media. Yo había pasado una de aquellas noches terribles en las que no conseguía cerrar los ojos más de diez minutos, sobresaltándome con cualquier ruido: la respiración de Zoé, el tictac de un reloj lejano, las pisadas de alguien que estaba desvelado, el ascensor que traía de vuelta a un trasnochador. Me dolía la cabeza y estaba más enfadada que de costumbre. No explico todo esto como eximente de delito, no. Probablemente hubiera reaccionado igual si hubiera dormido, si hubiese sido por la tarde en vez de por la mañana, si el motivo fuese otro. Quizás de una manera menos… violenta.
Esa mañana, Mª. Isabel entró en la sala donde nos estábamos enfundando las batas bicolores y las horrorosas zapatillas. Sin saludar, como era habitual en ella, se nos plantó delante y con un desdén infinito me señaló con un dedo, maldición de reina mala. ¡Tú! ¿Ayer fregaste la estantería de las lejías? ¡Vamos, di! ¡No tengo todo el día, no te quedes ahí como una pija sosa!
Ay.
Las demás hicieron mutis por el foro. Yo la miré a los ojos y despacio, muy despacio, fui acercándome a ella. Un paso. Otro. Otro más. Mª. Isabel debió ver algo, un brillo maligno, la señal de que la locomotora estaba a punto de estallar y sintió miedo. Retrocedió, hasta que su cabeza, su estúpida cabeza, chocó contra la pared. Así, a mi merced, me eché a reír muy bajito, mientras que los ojos de Mª. Isabel, ya repuesta un poco, brillaban de furia. ¡Qué haces, estúpida! Me importa una mierda quién te haya metido en MI supermercado, ahora mismo
En ese instante sintió cómo la agarraba del pelo con una mano y con la otra le tapaba la boca.
Calla. ¿Oyes? Cállate. No vuelvas a hablarme así, no vuelvas a amenazarme, no vuelvas a chillarme, no vuelvas a insultarme. Cállate. O yo, esta pija sosa, te arrancaré los ojos y me los comeré para cenar. ¿Entiendes?
De su frente empezaron a manar perlas de sudor, sus ojos se hicieron pequeños como ranuras de máquina tragaperras y entonces ocurrió que me asusté. Estaba disfrutando. Nunca, jamás antes había disfrutado con la humillación de los demás. Me asusté. La solté rápidamente y bajé las escaleras hasta la tienda. Las otras simularon no haber escuchado nada.
Mª. Isabel tardó en bajar a la tienda esa mañana. Pensé que iba a hacer una llamada y que ahí se acababa el trabajo. Pero no. Nunca supe qué pasó. Todas, desde aquella mañana, comenzaron a mirarme distinto. Con un respeto del que no me sentí especialmente orgullosa. Pero tuve que defenderme, como la loba defiende lo que es suyo. Se acabó el conformismo.
Desde la negociación con Mª. Isabel, me iba la primera sin esperar a nadie, ni preguntar si podía o no.

Comentarios

Sirena Varada ha dicho que…
Me encanta este capítulo por toda la psicología del comportamiento que encierra y también por su simbolismo: la humillación de la cobardía y el triunfo de la dignidad. Cada cosa en su lugar.

Un beso y a esperar al siguiente capítulo
María Antonia Moreno ha dicho que…
Gracias! Es un placer saber que estás ahí, siguiendo la historia con tanto interés... ya verás, ya... lo que se le avecina a Sara...