Esa noche, Zoé estaba contenta. Así que aproveché y me la comí a besos y ella se dejó, riendo. Jugamos, casi como antes, cuando el sonido de las llaves era una certeza y no un imposible. Le maquillé la cara con un pintalabios rojo cereza que ya no utilizaba: en la mejilla izquierda un sol de ocaso, en la mejilla derecha una amapola descarada. Me pidió canciones dulces y se me enterneció el alma, nos acostamos juntas en mi cama y le susurré al oído letras de canciones de amor y nanas para dormir. Esa noche ella fue la niña que era y yo gocé dejando atrás el rencor y el desasosiego. No se iría, qué va. Me quería, no importaba si más, si menos. Se quedaría mientras necesitase dulces canciones y besos salados. Sí.
La noche pasó fugaz y sin pesadillas. Cuando desperté, Zoé dormía profundamente, su respiración tenue se asemejaba la brisa que debe recorrer esas playas quiméricas que salen en las revistas. Me sentí feliz.
Llegué al supermercado de buen humor, el ánimo reconfortado y queriendo creer que era cierto. Que podíamos vivir tranquilas y contentas, que nos bastábamos la una a la otra, que ya no chocábamos entre nosotras como mariposas ofuscadas. Era un día de diario, preludio de la Navidad. Habíamos terminado de colocar los turrones, las peladillas y demás parafernalia en el pasillo central, en unos expositores traídos especialmente para ese propósito. La tienda me parecía más agradable, nuestras batas bicolor… no, ésas no tenían remedio. Decididamente, eran horribles.
Mª. Isabel andaba ajetreada, supervisando la sección navideña, puso un disco de villancicos y si hubiese sido otro día me hubiese vuelto loca con tanta campana y tanto borriquillo. Pero esa mañana… ay… había visto un ángel en mi cama. Cecilia, los ojos bajos, colocaba la sección de galletas y limpiaba las estanterías. Tere le daba charla a un reponedor de refrescos, las manos en la cintura, los ojos chispeantes, la risa con estrépito. El pobre hombre seguía a lo suyo, marcar y marcar latas de cola, naranja y limón, sin detenerse, sin respirar, deprisa, deprisa. Luisa estaba cobrando a los clientes en la caja. En el bolsillo derecho de la bata le sobresalía una postal con imágenes de un cielo y un mar estampado de nubes. Mientras metía la compra en las bolsas (ten cuidado con los huevos, ay, no pongas las magdalenas debajo, no, deja, ya lo hago yo) acariciaba el borde superior de la postal, y los ojos se le llenaban de agua cantábrica. Mª. Isabel tenía trajín, las cajas de polvorones derechas, los bombones mostrando su mejor cara, las aletas de su nariz abriéndose y cerrándose, membranas de tiburón. Yo estaba en mi sección de detergentes, haciendo el pedido semanal hacer las faltas, lo llamábamos. Lejía. Suavizante. Lavavajillas. Detergente a mano. Jabón de Lagarto. Campana sobre campana, run, run, la Virgen se peinaba con un peine de plata, run, run, run.
Y un golpe. Y más. Como muchos bultos cayéndose y algo metálico y un ruido sordo de un cuerpo estrellándose contra el suelo.
Pensé, dios, que no le haya pasado a Cecilia, dios.
Llegamos casi al mismo tiempo. Tere, aún con las manos en jarras y resoplando, Luisa con la postal bamboleándose en el bolsillo y… Cecilia, gracias a Dios, los ojos bajos pero ilesa. Estábamos en los extremos del pasillo central. Fue entonces cuando me percaté que Mª. Isabel estaba tendida en el suelo, las piernas abiertas en una extraña postura gimnástica, la escalera desde la que ponía derechos los turrones volcada encima y los propios turrones, de almendras, sin almendras, duro, blando, de coco, de yema tostada, cubriéndole la cabeza, el pelo, los ojos, la boca, el cuello. Me quedé quieta unos segundos que se me antojaron eternos. Levanté de nuevo la mirada y vi que Luisa y Tere corrían ya hacia Mª. Isabel, gritando y gritando, y Cecilia se quedó inmóvil, mirándome.
Nos miramos. Serias, al principio. Risueñas, cinco segundos después. Las dos sonreímos más con los ojos que con las bocas, cómplices de nuestra alegría secreta. Yo pensé: cierto, hoy va a ser un buen día y Cecilia pensaría… quién sabe.
Debieron pasar dos minutos, Tere se arrodilló junto a la encargada que seguía en aquella extraña posición: las piernas abiertas, los brazos en cruz, la escalera volcada encima y los turrones cubriéndole el pelo, las orejas, la cara, el cuello y el inicio del pecho, Luisa se quedó de pie, mientras seguía llamándola: Mª. Isabel, vuelve en ti, vuelve, qué te pasa, despierta, despierta Mª. Isabel.
Transcurrieron dos minutos, ni un segundo más, cuando Tere se llevó las manos a la cabeza, abrió la boca y chilló las palabras. Luisa se echó a llorar con gran desconsuelo, su cuerpo delgado deshecho en temblores. Cecilia comenzó a caminar con paso lento, uno, dos, tres, cuatro, pasos con ritmo propio, sereno y rotundo, la mirada arriba. Yo comencé a caminar rápido, rápido, rápido, la sonrisa transformada en mueca.
Y sí.
La noche pasó fugaz y sin pesadillas. Cuando desperté, Zoé dormía profundamente, su respiración tenue se asemejaba la brisa que debe recorrer esas playas quiméricas que salen en las revistas. Me sentí feliz.
Llegué al supermercado de buen humor, el ánimo reconfortado y queriendo creer que era cierto. Que podíamos vivir tranquilas y contentas, que nos bastábamos la una a la otra, que ya no chocábamos entre nosotras como mariposas ofuscadas. Era un día de diario, preludio de la Navidad. Habíamos terminado de colocar los turrones, las peladillas y demás parafernalia en el pasillo central, en unos expositores traídos especialmente para ese propósito. La tienda me parecía más agradable, nuestras batas bicolor… no, ésas no tenían remedio. Decididamente, eran horribles.
Mª. Isabel andaba ajetreada, supervisando la sección navideña, puso un disco de villancicos y si hubiese sido otro día me hubiese vuelto loca con tanta campana y tanto borriquillo. Pero esa mañana… ay… había visto un ángel en mi cama. Cecilia, los ojos bajos, colocaba la sección de galletas y limpiaba las estanterías. Tere le daba charla a un reponedor de refrescos, las manos en la cintura, los ojos chispeantes, la risa con estrépito. El pobre hombre seguía a lo suyo, marcar y marcar latas de cola, naranja y limón, sin detenerse, sin respirar, deprisa, deprisa. Luisa estaba cobrando a los clientes en la caja. En el bolsillo derecho de la bata le sobresalía una postal con imágenes de un cielo y un mar estampado de nubes. Mientras metía la compra en las bolsas (ten cuidado con los huevos, ay, no pongas las magdalenas debajo, no, deja, ya lo hago yo) acariciaba el borde superior de la postal, y los ojos se le llenaban de agua cantábrica. Mª. Isabel tenía trajín, las cajas de polvorones derechas, los bombones mostrando su mejor cara, las aletas de su nariz abriéndose y cerrándose, membranas de tiburón. Yo estaba en mi sección de detergentes, haciendo el pedido semanal hacer las faltas, lo llamábamos. Lejía. Suavizante. Lavavajillas. Detergente a mano. Jabón de Lagarto. Campana sobre campana, run, run, la Virgen se peinaba con un peine de plata, run, run, run.
Y un golpe. Y más. Como muchos bultos cayéndose y algo metálico y un ruido sordo de un cuerpo estrellándose contra el suelo.
Pensé, dios, que no le haya pasado a Cecilia, dios.
Llegamos casi al mismo tiempo. Tere, aún con las manos en jarras y resoplando, Luisa con la postal bamboleándose en el bolsillo y… Cecilia, gracias a Dios, los ojos bajos pero ilesa. Estábamos en los extremos del pasillo central. Fue entonces cuando me percaté que Mª. Isabel estaba tendida en el suelo, las piernas abiertas en una extraña postura gimnástica, la escalera desde la que ponía derechos los turrones volcada encima y los propios turrones, de almendras, sin almendras, duro, blando, de coco, de yema tostada, cubriéndole la cabeza, el pelo, los ojos, la boca, el cuello. Me quedé quieta unos segundos que se me antojaron eternos. Levanté de nuevo la mirada y vi que Luisa y Tere corrían ya hacia Mª. Isabel, gritando y gritando, y Cecilia se quedó inmóvil, mirándome.
Nos miramos. Serias, al principio. Risueñas, cinco segundos después. Las dos sonreímos más con los ojos que con las bocas, cómplices de nuestra alegría secreta. Yo pensé: cierto, hoy va a ser un buen día y Cecilia pensaría… quién sabe.
Debieron pasar dos minutos, Tere se arrodilló junto a la encargada que seguía en aquella extraña posición: las piernas abiertas, los brazos en cruz, la escalera volcada encima y los turrones cubriéndole el pelo, las orejas, la cara, el cuello y el inicio del pecho, Luisa se quedó de pie, mientras seguía llamándola: Mª. Isabel, vuelve en ti, vuelve, qué te pasa, despierta, despierta Mª. Isabel.
Transcurrieron dos minutos, ni un segundo más, cuando Tere se llevó las manos a la cabeza, abrió la boca y chilló las palabras. Luisa se echó a llorar con gran desconsuelo, su cuerpo delgado deshecho en temblores. Cecilia comenzó a caminar con paso lento, uno, dos, tres, cuatro, pasos con ritmo propio, sereno y rotundo, la mirada arriba. Yo comencé a caminar rápido, rápido, rápido, la sonrisa transformada en mueca.
Y sí.
Estaba muerta.
Comentarios
Dejaré de publicar unos días.
Un abrazo a todos y gracias.
María Antonia, eres un pedazo de escritora...¡que lo sepas!
Un abrazo muy fuerte
Besos queridas.
Un besote.
Besos
De momento, continuaré escribiendo textos cortos,reflexiones...
Estaré de vacaciones en agosto, pero quiero seguir escribiendo en el blog, aunque sea menos periódicamente.
Sigo los textos que estás publicando, me parecen muy interesantes y creo que así recargarás pilas y volverás, más creativa que nunca. Que descanses mucho, Isabel. Un abrazo, besos y muy buen verano.