Del tiempo, 1

La niña tenía los ojos grandes y tristes, abismados en la espera. Delgada, la piel del color de la leche derramada en el cuento. Asía una frágil esperanza en sus manos, materializada en teléfono móvil. Sus ojos tristes circulaban por el interior del autobús mientras la mochila escolar tironeaba de sus hombros de niña pequeña y sola. Observé que el revoloteo de su pelo dibujaba alas de mariposa tropical y que sus ojos (acaso impregnados del vuelo de la mariposa imaginaria) trazaban un vaivén entre la pantalla ciega y muda y los ojos de los pasajeros que mirábamos su niñez desde nuestro pudor de adultos. Quien quiera que fuese que tenía que llamarla no lo hacía. Quizás no sabía que debía: las reuniones a destiempo dejan un sabor ocre a fotocopia en la boca, el alma se pierde entre tanta palabrería inútil y el corazón pierde la costumbre de querer. Quizás no lo sabía, pero hubiera debido. Quizás ella no estaba triste, no del todo, porque aún era muy niña y la pena de no tener una camiseta podía ser infinita, pero el hecho cierto era que estaba sola, que nadie la tomaba de la mano, y que ella, percibiéndolo con esa intuición precoz de los niños, sentía la soledad y el tiempo que se iba, que se estaba yendo. Porque hay un tiempo para todo y no siempre hay vuelta atrás.
Fue como el mar gris de aquella mañana. Gris con puntillas blancas. El mar se había vestido de fiesta para aquel hombre y aquella mujer que adornados de serpentinas e ilusiones jóvenes, brindaban mirando el mar y el cielo que se confundían, los dos de gris y plata, con festones bordados en lino blanco. Era el último día de aquel año, en la playa un perro con tres patas olisqueaba las rocas mojadas de sal y huía, en un juego de escondite, de las olas de espuma y caracola. Esa noche sería la última y ellos ya lo sabían, como el perro negro al que le faltaba una pata, y antes de que la madrugada les asaltara y les privara de su celebración íntima y suya, original y pública, allí estaban, brindando al cielo y al infinito, a la sal y al naufragio, y no sé para qué ni por qué lo hacían, tal vez porque no querían estar solos o no lo estaban o porque esa noche, sin más, no estarían juntos, y el champagne les hacía cosquillas en la nariz y en los ojos, eso imaginé, y por eso reían, tontamente y con breves interrupciones, y se besaban y se miraban a los ojos húmedos y al mar que atesoraba tanta imagen de barco hundido y se olvidaban del perro negro que olfateaba el aire y las rocas y no encontraba su pata perdida. Porque cada cosa necesita su tiempo y el tiempo de encontrar se les iba, se les estaba yendo.

Comentarios