Sólo necesito mermelada. (El blog de Sara, XI)

Los días en el supermercado eran iguales unos a otros. Teníamos clientes fijos que compraban huevos clase L que nosotras metíamos en bolsas de plástico para llevárselos a sus casas, caminando siempre detrás, invisibles. Cuando ya habíamos cerrado, alguna señora de Ruiz llegaba apresurada, pisando los pasillos recién fregados con sus exclusivos zapatos de tacón, sólo quiero café, sólo quiero harina, sólo necesito mermelada. Invariablemente componíamos una sonrisa, subíamos un poco la trapa para que no se rozaran el abrigo, ni se hicieran daño en sus vacías cabezas, y esperábamos junto con la caja registradora a que la señora cogiera todo lo que se le había olvidado porque había tenido partida de cartas o peluquería. Esas visitas suponían de veinte a treinta minutos más en la tienda: repasar los pasillos pisados y hacer caja.
Hacer caja, así llamábamos a contar los dineros. Era uno de los momentos más dramáticos del día. Sacábamos la zeta: oprimíamos un botón en el que estaba marcada la última letra del alfabeto y por la ranura, salía el tiquet con el saldo total como si fuese nuestra carta astrológica. Los dineros tenían que coincidir. Si no, un drama. Vuelta a contar, una y otra vez. Amenazas con poner dinero de tu bolsillo si la caja no coincidía con la zeta. Chillidos histéricos de Mª. Isabel. Se sentaba en el sillón de la maltrecha oficina y era más reinona que nunca. Recuerdo un sábado que al contar la recaudación total, cinco mil pesetas volaron. Se nos dieron las 6. Mª. Isabel se retorcía las manos, se secaba el sudor en la bata, se apartaba el mechón de pelo lacio, nos pueden despedir a todas, a todas. Tiene que aparecer. Tiene.
Nosotras sabíamos que ella sería la primera despedida, quizás la única. Ya estábamos al tanto del funcionamiento de la empresa, los razonamientos, ya entienden. Las cinco mil pesetas aparecieron misteriosamente el domingo, cuando Mª. Isabel volvió para contar la recaudación una vez más. Nos lo contó el lunes, a primera hora. Y allí estaban, en un paquete de diez había once, ¿entendéis? Vaya susto, repetía, secándose las manos en la bata. No podía exponerse.
Tomé la decisión unilateral de cobrar lo menos posible y ordenar la sección de detergentes, despachar congelados, preparar pedidos, fregar estanterías y servicios. Si llegaba el camión, me ponía a descargar con vocación de estibador. Me daba pavor que faltase dinero y tuviese que posponer el arreglo de los zapatos de Zoé o el pago de la luz. Así me iba defendiendo.

Comentarios

Isabel Barceló Chico ha dicho que…
He leído seguidos los tres últimos posts, me han gustado mucho. Trazas con mucho acierto esas líneas maestras en las que quedan reflejados esos conflictos madre e hija que tanto duelen y tan poco se explican. Los errores de la madre... Y esa Mª Isabel tiránica como son los tiranuelos pequeños: mezquina en su propia insignificancia y pobreza. En fin, querida amiga, que la historia está muy, muy bien escrita. Besos.
María Antonia Moreno ha dicho que…
Gracias, Isabel por tu comentario.
Esa, al menos es mi intención al escribir sobre estos personajes.

Un beso y gracias de nuevo (no te imaginas cómo me sube la autoestima, ji, pero tranquila, que tengo los pies en la tierra, que no se me sube mucho... je)
Un gran abrazo
Sirena Varada ha dicho que…
Hay una soledad pasmosa en la mujer que olvidaba su propia voz, en los días que eran iguales unos a otros, mientras componía la "sonrisa de supermercado".

Siempre transmiento en esta historia.
María Antonia Moreno ha dicho que…
Sirena, la soledad es lo que quería transmitir, está muy sola, sí.
Un beso