La tienda tenía dos entradas, una daba a una plazoleta con iglesia y la otra a una parada de taxis y a un viejo hospital. Éramos cinco mujeres. Pasábamos allí muchas horas, demasiadas. Más de diez. Y formábamos, a nuestra manera, una familia. Una extraña familia. O un reino con reina. La mesa no era redonda, no, más bien alargada; así la reina se diferenciaba del resto de sus abnegadas y leales súbditas. Además de las empleadas, en el supermercado había una frutería y una carnicería, pero tenían propietarios y observaban sus propias normas, manteniéndose al margen del reinado. Éramos cinco: Luisa, Tere, Cecilia, Mª. Isabel y yo. La encargada era Mª. Isabel, tenía menos de treinta años, la piel muy blanca, de estatura mediana, delgada y amarga. A sus órdenes, sus seguras servidoras, tres mujeres ya bragadas y una niña de dieciséis años. Luisa y Tere eran más jóvenes que yo, pero sabían lo que se hacían: siempre funcionó aquello de nadar y guardar la ropa. Si había que llevar pedidos a las señoras bien lo hacíamos nosotras y cuando llegaba el camión con la mercancía para reponer las estanterías, de la sede central nos enviaban un chico de reparto.
Estuve allí tres meses. Nada más y nada menos. Después de lo que sucedió, nos separaron en diferentes tiendas, sería para que no habláramos. No sé, nunca entendí aquellos razonamientos empresariales. Entrábamos a las ocho y media de la mañana y salíamos casi a las tres. Pero no podíamos tomar nada, ni un café, ni fruta, ni un trozo de pan. Sólo agua. Menos mal. No estaba permitido comer en el supermercado repleto de comida, no se hizo la miel para la boca del asno. Tampoco se podía fumar, ni en la habitación que usábamos para cambiarnos, ni en el servicio, ni en la calle. Las horas interminables podían llegar a convertirse en una tortura de anhelos prohibidos. Por la tarde, de cuatro y media a las nueve, o nueve y media, o diez. Fregábamos los pasillos y las dos entradas.
Pero los sábados… ay, eran maravillosos. Si había una boda, existía un traje de novia que envidiar. Mª. Isabel subía a la oficina, capitaneando la comitiva. No podíamos salir unas antes que otras. Por eso del razonamiento empresarial. Así que los sábados, desde las ocho y media de la mañana, y hasta las cinco o cinco y media y sin comer nada ni fumar.
Yo, que últimamente era una rebelde con un montón de causas, negocié con la encargada. Hacía mi parte y me iba. Las bodas me importaban un rábano, la verdad. Menuda estupidez. Yo no tenía tiempo para perder, prendida mi mirada en un vestido blanco, ya sabía cómo era que te sentías. Ya.
Estuve allí tres meses. Nada más y nada menos. Después de lo que sucedió, nos separaron en diferentes tiendas, sería para que no habláramos. No sé, nunca entendí aquellos razonamientos empresariales. Entrábamos a las ocho y media de la mañana y salíamos casi a las tres. Pero no podíamos tomar nada, ni un café, ni fruta, ni un trozo de pan. Sólo agua. Menos mal. No estaba permitido comer en el supermercado repleto de comida, no se hizo la miel para la boca del asno. Tampoco se podía fumar, ni en la habitación que usábamos para cambiarnos, ni en el servicio, ni en la calle. Las horas interminables podían llegar a convertirse en una tortura de anhelos prohibidos. Por la tarde, de cuatro y media a las nueve, o nueve y media, o diez. Fregábamos los pasillos y las dos entradas.
Pero los sábados… ay, eran maravillosos. Si había una boda, existía un traje de novia que envidiar. Mª. Isabel subía a la oficina, capitaneando la comitiva. No podíamos salir unas antes que otras. Por eso del razonamiento empresarial. Así que los sábados, desde las ocho y media de la mañana, y hasta las cinco o cinco y media y sin comer nada ni fumar.
Yo, que últimamente era una rebelde con un montón de causas, negocié con la encargada. Hacía mi parte y me iba. Las bodas me importaban un rábano, la verdad. Menuda estupidez. Yo no tenía tiempo para perder, prendida mi mirada en un vestido blanco, ya sabía cómo era que te sentías. Ya.
Comentarios
Bienvenidos
Que disfrutes mucho, querida amiga.
Un beso