Después de todo, fue fácil conseguir trabajo. Tampoco fue tan difícil organizar el tiempo de Zoé que me pedía cada día menos canciones a la hora de irse a la cama. La cuidaba una vecina, Rosario, pobre vieja. Ella le contaba cuentos cuando Zoé se cansaba de los míos. Lógico. ¿Quién quiere escuchar a la bruja que dice que el príncipe no volverá? Ella le curaba los raspones de las rodillas, le daba la merienda, se aseguraba de que hacía los deberes, de que no le faltara un abrazo cuando se quedaba callada, con los ojos fijos, aguardando un retorno, a pesar de todo. De la bruja, también.
Pobre Rosario. Tuve envidia de esas risas que escuchaba cuando subía las escaleras, ya de noche. Sí. Sé que la quiso más que a mí. Al fin y al cabo, Rosario fue quien la cuidó durante los últimos años de su niñez. Le compró el primer sujetador. Eso no se olvida nunca. Y Rosario hizo porque ella me quisiese, lo sé. Le describía dónde trabajaba, todo lo que hacía para que ella pudiese tener ese bonito sujetador. Le decía lo maravillosa madre que yo era. Zoé nunca lo creyó. Yo, tampoco.
Fue en septiembre. El aire traía olor a tierra mojada. Todo lo organicé muy deprisa. No tenía tiempo que perder.
Recuerdo la luna de la noche antes. La noche antes de ir al supermercado. Era una luna llena, blanca, gigante, plena, grande, redonda. Pero estaba rota. Había una grúa que la partía en dos, ¿quién sería el osado que la repararía? ¿Quién montará en ella, Zoé? ¿La pegará con queso? ¿O con el pegamento que llevas al colegio?
No digas tonterías de niña pequeña, mamá.
Tenía nueve años.
Pobre Rosario. Tuve envidia de esas risas que escuchaba cuando subía las escaleras, ya de noche. Sí. Sé que la quiso más que a mí. Al fin y al cabo, Rosario fue quien la cuidó durante los últimos años de su niñez. Le compró el primer sujetador. Eso no se olvida nunca. Y Rosario hizo porque ella me quisiese, lo sé. Le describía dónde trabajaba, todo lo que hacía para que ella pudiese tener ese bonito sujetador. Le decía lo maravillosa madre que yo era. Zoé nunca lo creyó. Yo, tampoco.
Fue en septiembre. El aire traía olor a tierra mojada. Todo lo organicé muy deprisa. No tenía tiempo que perder.
Recuerdo la luna de la noche antes. La noche antes de ir al supermercado. Era una luna llena, blanca, gigante, plena, grande, redonda. Pero estaba rota. Había una grúa que la partía en dos, ¿quién sería el osado que la repararía? ¿Quién montará en ella, Zoé? ¿La pegará con queso? ¿O con el pegamento que llevas al colegio?
No digas tonterías de niña pequeña, mamá.
Tenía nueve años.
Comentarios
Un abrazo y hasta la próxima entrega.
Es un placer compartirlo con lectores como tú... quizás demasiado indulgentes! Gracias.
Ficción, todo.
Bueno, ya veremos si es como tú dices...
Un abrazo