Se me ven las entrañas. Retorcidas, grises, heladas como el granizo que cae sobre mí en este Viernes Santo. Mi piel dorada se ha deshecho en trozos, derrumbada sobre la acera mientras mis vísceras rizadas dibujan bucles hacia el cielo. Parece que estamos en Beirut, que me ha destruido una bomba, la imagen es la misma: desolada, triste. Pero no, por fortuna. El socavón que luzco en mi mitad izquierda me lo ha infringido una máquina blanca, que muestra con altivez su pala negra, clavada en un montón de historias olvidadas. Ahora llueve. Llueve sobre mí, sobre mi piel ámbar, sobre mi nombre que yace en el suelo. En otro tiempo fui grande, hermoso, con estancias de cuento, ropajes de seda, lámparas de estalactitas blancas. Voy a dejar de existir, mi destrucción se ha paralizado en estos días santos, cuando terminen me derribarán entero.
En otro tiempo fui bello, grande, se alojaban en mis habitaciones actores, actrices, futbolistas, cantantes, magnates y novios recién casados. Fui testigo de historias de amor y de pequeñas mezquindades disfrazadas de épicas hazañas. En mí lloraron, rieron, amaron, bailaron, abandonaron, engendraron, recordaron, escribieron, pintaron. Pero a los que más añoro, más que a la actriz bellísima y al cantante mafioso, lo que más recuerdo, mucho más que al pichichi, que al campeón de Fórmula 1, son aquellas gentes que me cuidaron.
Ellas, las que me hacían cosquillas cuando me limpiaban. Me gustaba escucharlas cantar mientras me abrillantaban, las mesillas como espejos, los espejos como el agua, las estalactitas de las lámparas reflejándose en el mar blanco de mármol. Ellos, los que me acariciaban las puertas cuando dejaban el equipaje de los clientes en mis suites y me tocaban con mimo las cortinas hablando de mí con amor.
El amor. He visto a camareras enamoradas de botones, a botones enamorados de camareras, a cocineras cocinando pasteles de limón para los aparcacoches, a los aparcacoches haciendo filigranas delante de mi puerta para lucirse ante las cocineras.
El amor. Me gustaba más el amor de los que me mimaban todos los minutos del día. En mí se amaron, se abandonaron, se besaron jugando y jugaron a besarse.
Ahora mis entrañas se retuercen hacia el cielo implorando a los dioses un poco de clemencia, pero qué digo. Soy viejo ya para creer en según qué.
Hay gentes fotografiándome bajo los paraguas, algunos sonríen con nostalgia, a pesar de que nunca hayan vivido en mí. Me construyeron hace más de cincuenta años, les he acompañado en sus paseos, cuando van a la compra, cuando acuden a una cita con el amor o el desamor. Soy un romántico. Viejo y romántico, dos enfermedades incurables, que sólo desaparecen cuando el que las padece ya no está. Así me ocurrirá a mí. Construirán modernos y caros apartamentos, con una piel distinta, y vendrán gentes diferentes, o tal vez no, porque si algo he aprendido en estos años es que las personas son iguales, a pesar de los contrastes. Todas sienten frío, tristeza, alegría, nostalgia, melancolía, tienen algún secreto inconfesable y algún amor que fue y ya no, o que pudo ser y no, o que será y ellos aún no lo saben. Sé de lo que hablo. Lo he vivido en mis habitaciones, en mis corredores, en mis pasillos, cerca de mis ventanas, en las cocinas, al lado de mi corazón y en la lavandería, donde me adecentaban mis entresijos. Ay, qué viejo y qué sentimental.
Me estoy despidiendo de esta ciudad a la que he aprendido a querer, con sus cigüeñas de nata y carbón, y su piedra oro viejo. ¿Cómo no enamorarme? Es fácil amar a quien comparte tu piel.
Esto se acaba. O no.
Os voy a contar un secreto. Todos los hoteles tienen fantasmas y yo, como es lógico, cuento con el mío propio. Es un fantasma hecho de todas las vidas que pasaron por aquí, un poco dulce y a ratos gruñón. Él permanecerá en el solar cuando yo ya no exista y habitará en los nuevos apartamentos (no ha venido nadie para ayudarle a encontrar la paz eterna). Será una forma de continuar. De no irme del todo. Si ya lo dije antes: romántico y viejo. Sin remedio.
En otro tiempo fui bello, grande, se alojaban en mis habitaciones actores, actrices, futbolistas, cantantes, magnates y novios recién casados. Fui testigo de historias de amor y de pequeñas mezquindades disfrazadas de épicas hazañas. En mí lloraron, rieron, amaron, bailaron, abandonaron, engendraron, recordaron, escribieron, pintaron. Pero a los que más añoro, más que a la actriz bellísima y al cantante mafioso, lo que más recuerdo, mucho más que al pichichi, que al campeón de Fórmula 1, son aquellas gentes que me cuidaron.
Ellas, las que me hacían cosquillas cuando me limpiaban. Me gustaba escucharlas cantar mientras me abrillantaban, las mesillas como espejos, los espejos como el agua, las estalactitas de las lámparas reflejándose en el mar blanco de mármol. Ellos, los que me acariciaban las puertas cuando dejaban el equipaje de los clientes en mis suites y me tocaban con mimo las cortinas hablando de mí con amor.
El amor. He visto a camareras enamoradas de botones, a botones enamorados de camareras, a cocineras cocinando pasteles de limón para los aparcacoches, a los aparcacoches haciendo filigranas delante de mi puerta para lucirse ante las cocineras.
El amor. Me gustaba más el amor de los que me mimaban todos los minutos del día. En mí se amaron, se abandonaron, se besaron jugando y jugaron a besarse.
Ahora mis entrañas se retuercen hacia el cielo implorando a los dioses un poco de clemencia, pero qué digo. Soy viejo ya para creer en según qué.
Hay gentes fotografiándome bajo los paraguas, algunos sonríen con nostalgia, a pesar de que nunca hayan vivido en mí. Me construyeron hace más de cincuenta años, les he acompañado en sus paseos, cuando van a la compra, cuando acuden a una cita con el amor o el desamor. Soy un romántico. Viejo y romántico, dos enfermedades incurables, que sólo desaparecen cuando el que las padece ya no está. Así me ocurrirá a mí. Construirán modernos y caros apartamentos, con una piel distinta, y vendrán gentes diferentes, o tal vez no, porque si algo he aprendido en estos años es que las personas son iguales, a pesar de los contrastes. Todas sienten frío, tristeza, alegría, nostalgia, melancolía, tienen algún secreto inconfesable y algún amor que fue y ya no, o que pudo ser y no, o que será y ellos aún no lo saben. Sé de lo que hablo. Lo he vivido en mis habitaciones, en mis corredores, en mis pasillos, cerca de mis ventanas, en las cocinas, al lado de mi corazón y en la lavandería, donde me adecentaban mis entresijos. Ay, qué viejo y qué sentimental.
Me estoy despidiendo de esta ciudad a la que he aprendido a querer, con sus cigüeñas de nata y carbón, y su piedra oro viejo. ¿Cómo no enamorarme? Es fácil amar a quien comparte tu piel.
Esto se acaba. O no.
Os voy a contar un secreto. Todos los hoteles tienen fantasmas y yo, como es lógico, cuento con el mío propio. Es un fantasma hecho de todas las vidas que pasaron por aquí, un poco dulce y a ratos gruñón. Él permanecerá en el solar cuando yo ya no exista y habitará en los nuevos apartamentos (no ha venido nadie para ayudarle a encontrar la paz eterna). Será una forma de continuar. De no irme del todo. Si ya lo dije antes: romántico y viejo. Sin remedio.
Comentarios
me hiciste llorar...
te dejo besitos de hada con pañuelo y bufandas, muchas bufandas, por estas geografias hace un frio de no creer...
adjunto a la presente un abrazotototote para vos querida amiga q con tus letras me llevas a volar por horizontes magicos.
te quiero mucho!!!!!
Ce
ya q estoy te mando besitos de hadaaaa
lamento mi silencio, no tengo excusa, si acaso ésta (que no sirve): trabajo y trabajo y trabajo.
Prometo visitaros pronto y volver.
Gracias y besos
jejeje
puedo ser insistente cuando quiero....
se te extraña che!!!!!!!!!!!
besitos de hada!!!!!!!!!!!