Una mañana de marzo recorrimos el puerto de Siete, ¡como mis años, tío! No, Carmelita, sin la i, sin la i... buscando el buque al que subí con mi maleta y mis miedos. El tío se perdió en la lejanía, pequeño y oscuro, mientras la brisa traía olor a aventura salada.
Al principio me sentí muy sola. No conocía a ninguno de los niños que se apretujaban en cubierta para contemplar cómo la tierra se perdía; añoraba la huerta, el olor del azahar y, sobre todas las cosas, la cocina de mi casa que olía a maravilla después de hacer arroz con leche aromatizada con canela y limón. Las noches eran peores que los días. Los llantos se confundían, no podías saber si eras tú quien lloraba o si el que suspiraba era tu vecino de litera. Acurrucada, estrechaba contra mí la muñeca de cartón que el tío me compró en el puerto de Siete, sin la i, mientras aguardábamos mi partida.
Por eso, chillé y chillé cuando me desperté una mañana y mi muñeca no estaba. Pataleé, me tiré de las coletas, ¡quiero irme a casa, quiero volver, no quiero estar aquí! ¡por qué, por qué!
Una niña que no tenía coletas, se acercó y me abrazó. Por lo menos, tú tienes el pelo muy largo... ¡yo parezco un niño!
La pérdida de mi muñeca me trajo una amiga que sabe tanto o más que yo de mi misma. Rosalía... ¡qué bonita es la cuchara que me has mandado para que remueva el arroz!
El mar era más grande de lo que yo había imaginado, azul y verde y gris y negro, y no se me olvida que pasamos cerca del Estrecho de Gibraltar (nos lo decían por los altavoces de cubierta) y de la isla de Madeira y después de muchos días, avistamos Veracruz y el malecón. Había una fiesta, pero nosotros nos mirábamos sin creer que era por nuestra llegada, aturdidos y cansados por la incertidumbre, la tristeza y la esperanza.
Señores muy elegantes y damas muy bien vestidas pronunciaron discursos, Rosalía me guiñó un ojo, seguro que ahora nos dan de merendar cosas ricas, y yo sonreí porque con ella todo era bonito.
Nos llevaron a un lugar por el que siempre seríamos conocidos: Morelia. Vivíamos en un edificio grande, nos enseñaban a leer y hacer cuentas, de vez en cuando, venía un señor importante como los que nos recibieron en el Paseo del Malecón y el día se convertía en celebración. El discurso siempre acababa igual: pronto, muy pronto, retornaréis a vuestra madre patria. Pero pasó un año y otro y otro y no volvíamos. A mí se me olvidaban retazos del ayer, de la dulzura de las naranjas, de las recetas que aprendí de madre.
Comentarios
Un beso.
la "leche" llegará muy prontito...
gracias, me alegra que te guste...
besos
besos
Besitos de hada
qué gusto!!!
las historias me rodean y me salvan de las horas... ji ji ji
besos
besos para ti también.
es una historia conocida, eh??
Un beso con olor a limón
Un beso.