Con ecos de Benedetti, Kavafis (qué osadía). Dedicado a todos los que
aman las estrategias y los planes.
Cuando la vi, me
conmoví hasta las lágrimas. Todo mi cuerpo zozobró, mis convicciones se
resquebrajaron, yo no había conocido el amor, ni la pasión. Hasta entonces habitaba
una realidad confortable y monótona, hecha de días iguales, de rutinas
repetidas y tranquilizadoras y fue verla y derrumbarse mis ridículas certezas
todo uno. ¡Qué cruel es la realidad cambiante! Instalado en una monotonía
cómoda, cómo describir lo que me ocurrió, no sé, no puedo, es más grande que tú
y que yo, ya estoy diciendo tópicos, frases hechas y he de dejarlo, no puedo
continuar así, con esta inquietud, con este anhelo que me devora por dentro, mi
alma desarbolada, arruinada mi fe y mi paciencia… extinguida como quisiera que
se apagara este volcán de deseos que me consumen.
Mi mujer me miró
como a un desconocido, no, como a un desconocido no, como a un conocido que se
ha vuelto loco, pero loco de atar y de pronto, sin haberlo reflexionado, sin
haber pensado en ello más de diez segundos, lo niegas, lo anulas, no quieres
conocerlo, no, se ha confundido, no me
moleste, no sé quién es usted, de veras lo siento, pero no puedo ayudarle.
Después de eso, renuncié a hablar con mis hijos. Me sentí muy solo, náufrago en
una isla que me era levemente familiar, como si algún okupa se hubiera
instalado en mi casa aprovechando las vacaciones de agosto en Galicia y con
toda la premeditación y alevosía del mundo, con la mala leche y la
determinación necesarias, hubiera cambiado de sitio las habitaciones: aquí va a ser la cocina, allí el salón, no
me gusta este dormitorio, tiro este tabique y aquí gloria y vete tú a saber si
paz, pero bueno, como soy okupa pacífico, no pasa nada, ¿no?
Sí puedo
explicar un conocimiento íntimo que adquirí junto con estas ansias locas. Sé
que mi misión es poseerla, tenerla para mí solo, acariciar sus curvas,
presentir el riesgo al abrazarme a ella y que todos me miren y me envidien, y
yo que ya tengo una edad (no quiero darle la razón a mi mujer, pero
qué haces, si es que ya vas camino de convertirte en un viejo, por Dios)
calcularé sus dimensiones, coquetearé con todas sus aristas y comprenderé su
lenguaje, porque ella y yo conversaremos sin palabras, con gestos, con mimos.
No necesito esforzarme mucho para vernos, tocándonos, escuchándonos; libres,
sin ataduras ni límites.
También sé que
mis amigos y conocidos, hasta mis compañeros del banco, dirán, pero qué haces hombre, tantos años de vida
familiar, vas a buscarte problemas, que no estás tú para esos trotes, que ya no
somos niños, pero qué te ha pasado. Pues que mis valores han cambiado. Sí.
Hasta ayer valoraba la estabilidad y un ambiente confortable, la seguridad y el
orden, un lenguaje simple que no me hiciera dudar. Hoy es distinto. El mundo ha
cambiado, yo con él. Me gusta la sensación de libertad que tengo cuando me pienso
en ella, los dos juntos respirando el aire del mes de abril o bajo el calor de
una noche de verano, con las estrellas en el cielo y los dos solos, tocándonos,
hablándonos sin palabras, con caricias, con gestos, entendiéndonos con órdenes
silenciosas que ella obedecerá. Valoro especialmente el riesgo que inundará mis
días de aburrido cajero de banco, la aventura que se perfila como una promesa
desde sus imposibles curvas, con ese ronroneo como de gata en celo, vestida de
rojo y negro, y yo, vestido a juego, a mi edad, sí, a mi edad. Me encanta
imaginar la complicidad que tendremos, una relación apartada de todos, de mis
conocidos, de mis compañeros del banco, de mi jefe, de mis hijos, de mi mujer.
Quiero ser yo y
serlo plenamente, para satisfacer mis deseos de libertad y aventura. A mi edad,
con toda mi experiencia en estabilidad, seguridad y rutina cómoda.
Será una
relación libre y bohemia, exclusiva, sin terceros.
Será una
aventura y los dos correremos riesgos.
Seremos
cómplices, amigos, amantes, nos lo contaremos todo, yo, le confiaré si estoy
cansado y he discutido con mi mujer porque le duele la cabeza y esa excusa no
me la trago, ella, me dirá si le duele el alma o el motor, si quiere ir a la
playa a ver el mar o está tan agotada que prefiere una visita rápida al taller,
aceite, líquido para los frenos, abrillantar su preciosa carrocería negra y
roja.
Estoy cavilando
cómo apropiarme del dinero de la cuenta conjunta, la cuenta que conjuntamente
abrimos mi mujer y yo, y que supuestamente y por decisión conjunta es para
cambiar la cocina, que hace veinte años
que debimos cambiarla, que parece la cocina de Cuéntame, que qué vergüenza.
No será difícil, para algo soy cajero, me inventaré una inversión arriesgada
pero que dará dividendos, de verdad, me
lo ha asegurado Don Fernández (mi jefe) y
ya verás qué muebles, qué gressite, qué todo. Después… ya se sabe lo que pasa con las bolsas, nada, rica, que ahora no
podemos vender, porque nos quedaríamos sin un céntimo, pero sin uno, ya, qué
quieres, se equivocó el hombre, no le voy a decir eso, que es mi jefe, a ver si
se mosquea y me echa, que las desgracias nunca vienen solas.
Y luego, ella.
La guardaré en un garaje para que la lluvia no la oxide ni la mancillen los
excrementos de los pájaros. Iré a verla después del trabajo, sólo para
recrearme en ella, para pensarme en ella, para ver mi reflejo en ella, en sus
curvas, en el peligro que tiene, que tiene mucho, ay, cómo la tendré, como un
pincel. Y luego, cuando lleguen los fines de semana y tenga que salir a dar paseos
para bajar el colesterol (si ya te lo
decía yo, que ya vas para viejo, anda que sí y moto que querías, ¿en qué
estarías pensando?) me montaré en ella, y ella ronroneará, y seremos
cómplices y compañeros, ella y yo.
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Texto sin revisar, del 2007 o por ahí.
BSO de 22 Balas, peli en la que actúa el increíble Jean Reno.
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