¿M'ajuntas?



Grafitti cerca de la Ría de Bilbao

Qué horrible ver escrita esa expresión. Qué terrible, pero claro, cuando en aquellos lejanos tiempos de la niñez la utilizábamos, no teníamos oportunidad, ni ganas, ni motivo para indagar cómo se ponía eso de ¿m’ajuntas?, uniendo las dos palabras con un genitivo sajón o una comilla alta, como ingleses que aprenden a trancas y barrancas la lengua de Cervantes (en este caso, sería el idioma de Las Supremas de Móstoles o de Las Ketchup, dicho con todo el cariño, entiéndanme). Pero es que ese ¿m’ajuntas?, es inenarrable, insustituible, sin parangón. Sí, analicemos por un momento ese palabro. M’ajuntas se refiere a uno mismo, uno (un niño con heridas en las rodillas, una niña con la coleta deshecha) se pone frente al otro (una niña con la mirada altiva, un niño con un juguete o un amigo nuevos) y se abre ante él, se ofrece, le mira con una suerte de anhelo y esperanza. Quiere que el otro sea su amigo, sí, que ya no esté enfadado, que le vaya a llamar a casa cuando sale a jugar con otros niños y con otras niñas, y no se vuelva a olvidar nunca más que se ha ido al parque, a los columpios, sin él, sin ella. Pero también quiere que el otro (ese niño con la mandíbula desafiante, esa niña fieramente popular, rubia y que se llama Cristina, o Marta, o Lorena) le deje, le permita que se acerque. Que se junte con él, con ella, los dos, las cabezas unidas (esas epidemias de parásitos), mientras se dan codazos y se ríen por cualquier cosa, porque sí, porque se ajuntan. Ajuntarse no es lo mismo que llevarse bien, ni que conectar, no es como ser amigos en Facebook, ni seguidor en Twitter, ni dar un Me gusta. No. Es estar próximo, estar próxima, ser cómplices de fechorías, de aventuras, de chistes sin gracia, es comer el bocata de Nocilla a medias, es ir juntos al quiosco a por nubes y pedirle al quiosquero que te las queme con un mechero recargable y observar, mudos, absortos y casi de rodillas, cómo el rosa se vuelve negro, como el día que va dejando sitio a la noche.
Luego está la reacción del otro, de la otra (esa niña con vestido y lazo rojos, ese niño con una flamante bicicleta azul). Puede decidir que no. No, no t’ajunto. Así dicho, con el apóstrofo. No quiero ajuntarte más. Qué desolación observar cómo se va con los otros niños, con las otras niñas, a jugar a indios y vaqueros o a ser un Ángel de Charlie. No m’ajuntas, pues yo tampoco, ese era la reacción que pretendía ser orgullosa y digna, cuando antes, al pedir ajuntarte, habías perdido toda la dignidad, todo el orgullo (sí, también se tienen cuando se es niño). Pues si no m’ajuntas, yo tampoco t’ajunto. Qué ganas de abrazar fuerte a aquel niño, a aquella niña. Qué ganas de darle dos duros para que se compre dos nubes en el quiosco y que pase el mal trago.
¿Y si la respuesta es sí? Sí, vale, t’ajunto. Y esperar el porqué. ¿Bajas el juego que te trajeron los Reyes? Ah. El quid. Quid pro quo. Pero, al menos, tenías algo por lo que la otra, el otro (un niño con una camiseta malva y el pelo alborotado; una niña con una muñeca vestidita de azul) quería volver a ajuntarte.
Ah.
Es como la vida, como el amor. Ajuntarnos. Ajuntarse es más que conectar, es más que ser amigos en Facebook, o seguir a alguien en Twitter. Ajuntarse sólo se puede hacer cuando uno es una niña. Un niño. Luego, es otra cosa. ¿O tal vez sólo cambian las palabras?

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