Continuamos acompañando a Elvira, un día que no tiene que ir a trabajar. Ella, como usted, como yo, atesora algunas cosas en su vida que pueden parecer inexplicables. Veamos.
Entregas anteriores: I, II, III, IV.
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Entregas anteriores: I, II, III, IV.
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La verdad. Alguien dijo que la verdad nos
hará libres. Libres de qué. De la certeza. De una realidad que creímos nos
protegía, de una esperanza que nos hacía levantarnos cada día. A veces uno
quiere seguir siendo esclavo. Porque no sabe que lo es. Porque, a veces, la
verdad se revela limpia y sin afeites… y puede ser cruel. Y fea.
El agua se está quedando fría, pero Elvira no
parece advertirlo. Está en la bañera, en su piso pequeño, un domingo de
invierno que pasará sola, casi, porque quizás tenga visita a eso de las seis, se
sonríe. Hay tiempo.
Nueva York. Pasó toda la infancia esperando
aquellas postales que hoy sabe que son tópicas y típicas. La Estatua de la Libertad. Central Park. Las Torres Gemelas. Entonces le parecían imágenes exóticas, tan
brillantes y con tanto color, tan lejanas en el tiempo y en el espacio de las
calles del barrio en las que jugaba al pati,
saltaba a la comba (cuándo vendrá el
cartero, ay, cuándo vendrá) y espiaba la esquina por si la vespa gris del
empleado municipal apareciese, petardeando, con la postal de la quincena.
Y dónde vive. Y por qué no está aquí. Y cómo
es. Y cómo es que se fue. Y por qué no estamos nosotras con él. Su madre le
contaba cada noche el cuento del padre alto, inteligente y todopoderoso. Está en América. Y volverá, ya verás. Algún
día lo hará. Entonces, ¿nos iremos a América? Yo quiero ir a ese parque tan
grande los domingos por la mañana. Y nunca más nos separaremos. Cuéntame otra
vez porqué se fue, mamá.
El rosario de las confidencias se desgranaba
cada noche, en cada una de las casas a las que se mudaron. Primero vivieron en
una con derecho a cocina; derecho que compartían con otras dos familias de
padre, madre y multitud de chiquillos. Luego, se mudaron a un bajo, cerca de un
parque que atesoraba un álamo maltrecho y desnutrido, dos columpios sin pintura
y un tobogán sin pasamanos. Después, el pisito caja de cerillas, cerca de la
estación. Ahí fue cuando cambiaron de barrio. Luego, el padre regresó.
Ella había confiado en la historia que le
contaron. ¿Cómo si no las postales llegaban, una tras otra, sin importar dónde
vivieran? ¿Cómo si no su madre podía contar tantos detalles: el jazz, los clubes
que abrían sólo de noche, los grandes proyectos para construir puentes,
rascacielos?
Cuando el padre regresó a casa su hija no lo
reconoció, no podía, era una criatura recién nacida la última vez que estuvieron juntos. Luego, pasaron muchos años, veinte, en los que el padre se convirtió (merced a
la madre, mujer en otros ámbitos práctica y desengañada) en una leyenda lejana
y posible, una esperanza de una vida mejor, más excitante y más feliz. Lo que
no pudo entender nunca Elvira fue el porqué. Quizás sea esto y no la verdulería
en la que trabajaba el hecho más inexplicable de su vida. No entendió por qué
la madre cuidó de él cuando se puso enfermo y decidió echarle un ojo a la chica de la Hortensia, la Elvira, antes de
morir.
El padre, Sebastián, tenía dos familias, he ahí todo el misterio. Una,
en Albacete y otra, a la que abandonó. Una con la que vivió cuando estaba sano
y podía trabajar y sonreír y hacer muchas cosas; otra a la que regaló sus
últimos meses, cuando estuvo enfermo y necesitó que alguien le atendiera, le
bañara, le asistiera. Tuvo dos mujeres, una florista y otra frutera. Una
legítima y otra, una con la que se cruzó en un viaje y a la que le hizo un crío;
una cría, para más señas, Elvira. A la otra, a la legítima, le dio tiempo a
embarazarla siete veces, de resulta que tuvo nueve críos. ¿Nueve? Sí, hija, que tuvo un parto de mellizos, figúrate. Hortensia,
la madre de Elvira, era la frutera y la que decidió enviar las postales para
que su hija creciese con la imagen de un padre. Distante y doloroso, sí. Pero a
la medida, guapo, sabio y muy alto, como
un príncipe, pero moreno y de ojos marrones, los tuyos, ¿no ves el color? Es un
marrón especial, casi negro.
Elvira nunca entendió a la madre, nunca
comprendió cómo se prestó a cuidar a aquel hombre que apenas se quedó lo justo,
justito, para embarazarla y luego desapareció para volver cuando se sintió
enfermo. Para el final.
Fue muy amargo para Elvira. De entonces acá
ha llovido mucho, muchas mentiras y muchas verdades, y no entiende nada. Bueno,
algo sí. Comprende lo de las postales, de hecho, aún las guarda. Como un
homenaje a esa mujer práctica que vendía manzanas, mandarinas, plátanos de
Canarias y, sin solución de continuidad, organizaba una red de envío que
implicaba a cómplices insospechados (una amiga, una prima lejana, una vecina de
fiar) y búsquedas de tarjetas que no
tuviera la niña, que esa de Manhattan ya se la he enviado por Navidad.
Ella, que no sabía cómo se escribían ni la ciudad, ni el distrito neoyorkino.
Ella. Que extinguía los rumores para que no incendiaran la inocencia de la
hija.
Ahora sí nota el frío Elvira. Un frío que no
se desprende del agua. Un frío que le llega al corazón y la hace sentir como
una chiquilla de veinte: confusa, desorientada, sola. Sale de la bañera, se
seca muy despacio y se envuelve en el albornoz. Tiene frío. Pero ha de prepararse
y preparar la merienda. Por si tiene visita. A las seis. Enciende la radio y suena una canción. Ésta.
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