Por si esto fuese
poco, la primera noche, tras una cena de bufé a base de pollo guisado, judías
en salsa, pizzas refrigeradas y hamburguesas de plástico a la plancha, y
después de que Juan tomase sus cereales con leche (qué envidia siento a veces.
Por mi propio hijo. Pero es que no hay color) salimos a las calles como
náufragos en mitad del Ártico, a los que
a esas alturas de la travesía, el cómic o la película, lo mismito les da
abordar un barco, que una chalupa.
Cómo definirlo. Las
calles empinadas y los letreros con luces intermitentes, ora verde flúor, ora
fucsia, ora amarillo limón. Los vendedores ambulantes ofrecían sombreros,
linternas que derramaban luz sobre las piernas de los transeúntes (la santa
madre que inventó las linternitas de marras) o señalaban con impertinencia
puntos de cualquier parte de la anatomía humana de los pobres seres humanos que
nos cruzábamos en su camino, pajaritas negras, gafas de plástico de color
violeta, orejitas de las conejitas de Playboy, disfraces de enfermera y de
soldado sexy..
Había mujeres casi
perfectas en las puertas de los clubes, (y digo casi, porque cada vez creo
menos en la perfección, cosas del rodaje propio que te va enseñando unas cosas
y otras de ti mismo… que distan como tres o cuatro kilos de la perfección. Así,
a ojo de buen carnicero) que ofrecían piel desnuda adornada con cuatro encajes
y cuatro centímetros de transparencias. Eran tan jóvenes. Rubias, morenas, sus
cuerpos curvas sinuosas de una carretera de montaña, sueño de cualquier
ciclista (o de cualquier otro, ya que estamos. Aunque se mueva en coche o en
patinete). Luego, estaban las animadoras. Se dirigían a las hordas de niñatos
armadas con una sonrisa y envueltas en unas braguitas negras que señalaban el
trasero con unas letras rojas (por si algún despistado se perdía). Y las
bailarinas, sobre las mesas de las terrazas, que seguían la coreografía en la
pantalla grande, el semblante serio; tan cerca que cualquiera podría tocar sus
caderas; muy lejos, para que nadie pueda tocar sus almas.
El estrépito era la
banda sonora: máquinas tragaperras, tiendas de licor y chucherías varias,
souvenirs típicos hechos en Taiwan, la canción del verano repitiéndose en una
secuencia infinita, el coche de la guardia civil que pasaba, (como en un
despiste). Camareros con el torso desnudo ofrecían cubatas a cuatro euros, y
cada cincuenta metros, una moza o un mozo hacía lo propio dando al público borracheras instantáneas desde
surtidores de cartón y plástico. El alcohol se servía sin líquido a través de
unas pipetas parecidas a las mangueras de las gasolineras, pero adaptadas al
orificio humano. Alcohol without liquid. Only 4 €. Dicen quienes lo han probado
que es como echarte al coleto cuatro cubatas de a 4 € pieza. Pero con ventajas:
te ahorras 12 €; te ahorras el sostener el vaso; te ahorras el tiempo porque te
emborrachas en 4 segundos, y subiendo.
Este fue el momento
elegido de Juan para despertarse y llorar (a pesar de que eran las 11 y veinte
y no las 3 de la mañana, hora programada. Esto era un extra). Ese fue el
momento que elegimos para irnos al hotel y disfrutar de la última parte de la
programación cultural de la noche; a saber, una rubia teñida que dejó atrás los
18 30 años ha, acompañada de un sintetizador y que lo mismo canta Libertad,
libertad, sin ira, libertad que No me gusta que a los toros te pongas la
minifalda y el broche, el plato fuerte. Las manos arriba. Cintura sola. La media
vuelta.
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