Anhelo

Oasis

Deiá aparece en un día de luz. Azul, verde, el ocre de las casas flanqueadas por  palmeras y puntiagudos cipreses, los huertos y los árboles cargados de frutas: limones, ciruelas, naranjos. Desde la carretera, Deiá es una visión. Con la fortuna del desconocimiento, llegamos al pueblo por su parte menos turística. Corretea el agua. Hay una niña muy pequeña jugando en la entrada de una casa, vestida con un pantalón amplio, colorido y gracioso. Su madre está cerca. Alzo la vista y la montaña está ahí, hiriendo el cielo. Se llama Téix, y es que el valle es un tazón viejo (una de sus paredes, desconchada, se abre al mar). Aquí vivió el poeta Robert Graves durante cuarenta años, en una casa de piedra por la que se veía nacer al sol (en la montaña) y por la que se asistía a su muerte (en el mar). Así lo cuenta Lucía Graves en su Mujer desconocida. Así lo cuenta Robert Graves en Porqué vivo en Mallorca. El escritor murió hace más de veinte años y aún sigue aquí, en el cementerio sencillo de la montaña, junto a la iglesia. En esta calle estrecha, sombreada, con el aroma de la fruta, el murmullo del agua, la textura de los muros frescos de las casas, el marco del cielo, la montaña fiel… uno siente parecido anhelo de quedarse aquí para siempre. 
Una escalera interminable
Dos niñas descienden una escalera interminable, hablando en inglés. Tal vez una de ellas tenga algún parentesco con Graves, quién sabe. Una de ellas no entiende el castellano, la otra pasa con naturalidad de una lengua a otra y nos hace una foto; la montaña detrás, los peldaños de piedra, las flores, el cielo, siempre el cielo. Se alejan, cogidas de la mano, hablando con semblante grave de cosas importantes, imagino (¿nos bañamos ahora o luego?).
Hay un museo arqueológico pero hoy es lunes, y está cerrado. La iniciativa fue de un inglés que, por amor a Déia, hizo de albañil, de arquitecto… y se quedó a vivir aquí. Fotografié las explicaciones de la puerta pero ahora, en la foto, no se pueden leer. No importa. Hubo tantos hombres y mujeres que se quedaron por amor. Poetas, pintores, turistas. Graves habla de ellos con humor, obviando el hecho de que él, guardando las distancias, fue uno de ellos. Qué pensaría el autor de Yo, Claudio si ahora viera estas hordas de turistas que desembarcamos en Mallorca para tomar fotos febrilmente, recorrer las carreteras de la isla fugazmente, instalados en nuestros pequeños cochecitos de alquiler, intentando atisbar un trozo del Paraíso, capturarlo, empaquetarlo, llevarlo con nosotros de vuelta a la rutina, sin tiempo para captar lo esencial: el espíritu, la calma, el alma de las personas y las cosas… Qué pensaría. No se sorprendería demasiado, tal vez. En los años sesenta vivió en primera persona el fenómeno de atracción mallorquín. En Porqué vivo… cuenta una conversación entre dos jóvenes inglesas; mientras una le comenta a la otra que ha estado en Italia, la otra le dice, yo, en Mallorca. ¿Y cómo es? Precioso. ¿Y en qué país está? No lo sé, fui en avión.


 
Son las horas centrales del día y hace mucho calor (esto es como un parte meteorológico ;-)) así que Cala Deiá es el siguiente destino. A esta pequeña y pedregosa cala venían a bañarse Graves y su prole, a través de huertos y de un camino empinado con apenas sombra. En la diminuta ensenada, los pescadores vivían en verano; remendaban sus redes, salían con sus barcas… y contaban cuentos sin fin a Lucía y sus hermanos. Hoy, hay mucha gente, y apenas sombra. Parte del trayecto se puede hacer en coche y hay que sacar tiquet de estacionamiento (una diligente funcionaria de muslos fuertes debido al ejercicio, pasea arriba y abajo comprobándolo).
Las personas nos pertrechamos tras sombrillas ancladas precariamente entre las piedras o nos guarecemos entre las rocas como lagartos anémicos y desasistidos, las casas antiguas de los pescadores aún siguen aquí y también hay barcas que descansan en tierra, con sus nombres y su historia.
Una cala pedregosa

Hay un par de chiringuitos con terrazas gloriosas atestadas de veraneantes, el agua está deliciosamente fría y la sal se adhiere al cuerpo y a los cabellos, mientras los pinos (qué bien huelen cuando el sol los calienta, que dice Manolo García) miran a los bañistas (nos miran) imperturbables desde la colina cercana, negándonos su sombra.

Hay veleros  y barcos de recreo que anclan cerca de la playa (estos días leo en la prensa el desastre de las praderas marinas de Formentera) y un jolgorio de risas y chapoteos. Toca irse ya y dejar sitio a las dos niñas que, cogidas aún de la mano y provistas de toallas y botellas de agua, han decidido darse un baño. 
Los pinos al sol

Las barcas...
 

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