Revolotea una paloma |
Las palomas se cobijaban entre ángeles y santos, en las Catedrales. Era tan temprano que aún no había ninguna pareja de suecos fotografiándose al amparo de los gitanos que ya vendían Salamanca, en diez postales a color. El hombre esperó a la mujer que se retrasaba. Se escuchó el taconeo de ella y a él se le relajó el rostro en una sonrisa: no le había abandonado.
Las cigüeñas, en lo alto, a lo suyo |
Así las cosas, él se detiene y se gira. Ella no se asombra, ya está acostumbrada a sus repentinos giros, a sus carreras cortas, a doblar una esquina y descubrir que él está aguardándola, inquieto. Ahora, ella se para y le mira, le mira bien, y ve su pelo pintado de plata y, están tan cerca, que ve sus ojos marrones tras las gafas, y no acierta a discernir si se asoma en ellos el desaliento o una inquietante socarronería. Las dos cosas, decide. Él mira su silueta que se alza diez centímetros sobre el suelo, su silueta que se recorta sobre la torre inclinada de la Catedral Nueva, la mira bien, observa su cintura y su mirada se desliza por el tobogán de sus caderas y acaricia sus piernas, vestidas de transparente osadía.
Ésta era la furgoneta |
Son muchos los días, va pensando ella. Muchas las semanas, y qué es esto, qué pensaría la gente si lo supiera.
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