Me he encontrado a un par de jóvenes en la playa, frente al horizonte, azotados por la lluvia y el viento. Celebraban el último día de este año, bebiéndose el uno al otro, acompañados de champaña y guirnaldas escarlatas, como si estuviesen en la proa de un trasatlántico. Todo lo que necesitaban lo encontraban el uno en el otro, en sus pupilas, en sus sonrisas, en sus besos que no sé si sabrían a dulce o a sal. Los he visto y me he acordado de ti, Marta, de cómo hacíamos los crucigramas los domingos por la mañana, cuando esperabas a Jaime, y él no se levantaba y tú gastabas el tiempo conmigo, este viejo que no acertaba a comprender cómo era que su hijo no se paraba de una maldita vez, si una preciosidad como tú aguardaba en el salón. No lo comprendía, pero estaba infinitamente agradecido, a Jaime y a las mañanas quietas de domingo, y a mi mujer que se marchaba de paseo, y a los crucigramas del periódico, y a tus risas, y a tu boca, y a ti.
Uno vertical, siete letras, sentimiento de afecto hacia algo o alguien. Te quería por cómo eres, por cómo me preguntabas si necesitaba algo, si había visto una película, si había leído un libro. Lástima de hijo que no supo retenerte.
Estoy en este establecimiento portugués, el último día de este último año, que quizás sea el postremo. He huido de la casa, de los silencios opresivos que se instalaron entre Carmen y yo, de la visión de Jaime que entra y sale con unas y con otras y no es consciente, no, de que te ha perdido. O es que sólo te he perdido yo, porque yo sí te quería. No soporto la visión de mi hijo. Es por eso, (por eso y por otras cosas, tantas) que me he venido a pasar unos días a Portugal, a la orilla del mar, a una ciudad de plazas disputadas por palomas y mendigos.
Uno vertical, siete letras, sentimiento de afecto hacia algo o alguien. Te quería por cómo eres, por cómo me preguntabas si necesitaba algo, si había visto una película, si había leído un libro. Lástima de hijo que no supo retenerte.
Estoy en este establecimiento portugués, el último día de este último año, que quizás sea el postremo. He huido de la casa, de los silencios opresivos que se instalaron entre Carmen y yo, de la visión de Jaime que entra y sale con unas y con otras y no es consciente, no, de que te ha perdido. O es que sólo te he perdido yo, porque yo sí te quería. No soporto la visión de mi hijo. Es por eso, (por eso y por otras cosas, tantas) que me he venido a pasar unos días a Portugal, a la orilla del mar, a una ciudad de plazas disputadas por palomas y mendigos.
Un día de invierno, en una ciudad de Portugal
Comentarios
Muy bien narrado.
Un abrazo
Un abrazo, Isabel.
A Portugal le tengo un cariño especial.
Saludos, Tempero