Cuando se es peón, la única salida es la revolución. Mecano
Eternamente enamorado de la dama blanca, el peón la contempla desde el otro extremo del campo de batalla. De ella le encandila todo: el marfileño color, el porte, la fidelidad al rey que (admite, cabizbajo y pesaroso) es más alto y más blanco que él. Sin embargo, si ella supiera cuánto la ama. Sería capaz de transgredir las reglas, cambiar de bando, moverse por el tablero cual caballero danzarín, alfil devastador o torre hierática, con tal de estar a su lado. Pero la realidad es bien distinta. Nunca ha sobrevivido durante mucho tiempo en combate; vencido siempre en cinco o seis maniobras, le apartan en una caja con otras piezas, que, como él, nunca disfrutaron de la gloria de la victoria.
El peón del rey de negras es joven y está enamorado. Sólo eso basta para nublarle la razón; los obstáculos no serían tal, si ella advirtiese su presencia. Desde el campo de batalla mira alrededor, más allá del ejército blanco y de su dama. Como todos los días, ve las mismas mesas y estanterías con libros, y un gran ventanal que da a una plaza poblada de palomas junto a un hermoso templete. Detrás de él, la silla de los bibliotecarios. No duda más, valiente y decidido, se zambulle al vacío y cae, (menos mal, que está suave y calentito) en el bolso de la bibliotecaria morena que, con su risa, le ha levantado el ánimo otros días (tal vez esa mujer intuitiva adivinaba sus penas de amor). Aguarda mucho rato, está oscuro y tiene un poco de miedo, pero no desfallece. Por fin, el movimiento. Es un balanceo rítmico. Se para. Vuelve a balancearse. Se para. Es curioso. El acostumbra a moverse en línea recta y por derecho, ahora le toca sortear estas curvas y paradas repentinas. Una mano busca y revuelve entre los objetos que le arrinconan, y se siente acosado, qué difícil es la vida fuera del tablero de la contienda. Los dedos le acarician, y él se siente un poco mejor.
La bibliotecaria ha llegado a casa y busca las llaves dentro de su bolso. Los dedos tocan un objeto redondo y pequeño que antes no estaba allí. Es el peón, que ha sido descubierto. Con cuidado le deposita en el alféizar de una ventana. Desde ahí mira el cielo de la ciudad: violeta en el amanecer y bermellón al ocaso. La torre de la iglesia se enseñorea en lo alto y en la casa se oyen murmullos y sonidos misteriosos. Le hubiera gustado pasearse por la ciudad, Peñaranda de Bracamonte la llaman (nombre extraño y sonoro), y ver con qué movimientos se defienden en las calles los hombres y las mujeres, llenarse de voces y sonidos, de otros aromas y, al fin, regresar junto a su dama distinto y más mayor, válido ante sus ojos, tal vez mostrando una herida, triunfo de sus aventuras. Pero pasa el tiempo y él no abandona el alféizar.
Una mañana, la bibliotecaria le coge entre los dedos corazón e índice y lo lleva de regreso. Está cómodo. Si pudiera decirle cuánto significa para él este paseo. Ve rostros y gestos, sonrisas y actitudes. El cielo nunca estuvo tan azul. Es una calle larga, larga. Hay casas con las persianas levantadas, y mujeres que sacuden alfombras con el pelo suelto. Los coches pasan aprisa, chispazos de color. El escaparate de una pastelería le guiña un ojo dulce. Entrevé un lugar amplio y bello con un templete. Es la plaza. Ya está cerca. Entran en un edificio grande y rojo. Al fin, el hogar.
Ya está de vuelta y contempla a la reina blanca desde el otro extremo del tablero. Si luciese una cicatriz en la cabeza, testimonio de su viaje, llamaría su atención. Sin embargo y a pesar de que no es así, algo parece haber cambiado. Juraría que su dama mira a su ejército, el ejército negro. Y, está casi seguro, su dama hermosa está sonriendo.
El peón del rey de negras es joven y está enamorado. Sólo eso basta para nublarle la razón; los obstáculos no serían tal, si ella advirtiese su presencia. Desde el campo de batalla mira alrededor, más allá del ejército blanco y de su dama. Como todos los días, ve las mismas mesas y estanterías con libros, y un gran ventanal que da a una plaza poblada de palomas junto a un hermoso templete. Detrás de él, la silla de los bibliotecarios. No duda más, valiente y decidido, se zambulle al vacío y cae, (menos mal, que está suave y calentito) en el bolso de la bibliotecaria morena que, con su risa, le ha levantado el ánimo otros días (tal vez esa mujer intuitiva adivinaba sus penas de amor). Aguarda mucho rato, está oscuro y tiene un poco de miedo, pero no desfallece. Por fin, el movimiento. Es un balanceo rítmico. Se para. Vuelve a balancearse. Se para. Es curioso. El acostumbra a moverse en línea recta y por derecho, ahora le toca sortear estas curvas y paradas repentinas. Una mano busca y revuelve entre los objetos que le arrinconan, y se siente acosado, qué difícil es la vida fuera del tablero de la contienda. Los dedos le acarician, y él se siente un poco mejor.
La bibliotecaria ha llegado a casa y busca las llaves dentro de su bolso. Los dedos tocan un objeto redondo y pequeño que antes no estaba allí. Es el peón, que ha sido descubierto. Con cuidado le deposita en el alféizar de una ventana. Desde ahí mira el cielo de la ciudad: violeta en el amanecer y bermellón al ocaso. La torre de la iglesia se enseñorea en lo alto y en la casa se oyen murmullos y sonidos misteriosos. Le hubiera gustado pasearse por la ciudad, Peñaranda de Bracamonte la llaman (nombre extraño y sonoro), y ver con qué movimientos se defienden en las calles los hombres y las mujeres, llenarse de voces y sonidos, de otros aromas y, al fin, regresar junto a su dama distinto y más mayor, válido ante sus ojos, tal vez mostrando una herida, triunfo de sus aventuras. Pero pasa el tiempo y él no abandona el alféizar.
Una mañana, la bibliotecaria le coge entre los dedos corazón e índice y lo lleva de regreso. Está cómodo. Si pudiera decirle cuánto significa para él este paseo. Ve rostros y gestos, sonrisas y actitudes. El cielo nunca estuvo tan azul. Es una calle larga, larga. Hay casas con las persianas levantadas, y mujeres que sacuden alfombras con el pelo suelto. Los coches pasan aprisa, chispazos de color. El escaparate de una pastelería le guiña un ojo dulce. Entrevé un lugar amplio y bello con un templete. Es la plaza. Ya está cerca. Entran en un edificio grande y rojo. Al fin, el hogar.
Ya está de vuelta y contempla a la reina blanca desde el otro extremo del tablero. Si luciese una cicatriz en la cabeza, testimonio de su viaje, llamaría su atención. Sin embargo y a pesar de que no es así, algo parece haber cambiado. Juraría que su dama mira a su ejército, el ejército negro. Y, está casi seguro, su dama hermosa está sonriendo.
*Publicado en el libro Escribir la ciudad
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saludos
Cecilia